jueves, 4 de septiembre de 2008

Pequeña pausa

El azar, como tantas veces, me ha llevado a inaugurar un blog de ficción que me obliga a hacer una pausa en esta correspondencia que tanto he disfrutado. Pero nunca se sabe. Quienes tengan ganas pueden espiar el nuevo diario en http://www.conexionbrando.com/weblogs/que-me-perdonen-las-feas/index.asp
alojado en el sitio de la revista masculina Brando. El título, Que me perdonen las feas, es algo irritante y ligeramente misógino de modo deliberado. Todo es un juego, una broma, aunque quienes hayan seguido de cerca las anotaciones de este Diario encontrarán más de un rasgo autobiográfico. Por tratarse de una ficción, y para hacer más amigable la lectura, he elegido un nombre apócrifo, Alejo, para narrar las desventuras de un publicista de 39 años que comienza su historia la misma noche en que se separa tras 19 años de matrimonio. Lo demás está por verse. Sólo les pido, y agradezco desde ya, vuestra complicidad para preservarme en las sombras como feliz prestidigitador de esta fábula. Y a todos quienes anduvieron con tanta fidelidad por aquí, un enorme agradecimiento. El aliento de esos comentarios me dieron un impulso extra para atreverme a reiniciar el juego. Un gran abrazo.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Canciones para bodas y funerales

Es la música de Goran Bregovic la que me trae este recuerdo. Es la hondura de su lamento funerario y el estrépito de su vehemencia gitana lo que me devuelve a una mañana de sábado de algún invierno lejano. Hay un hombre doliente junto al foso de tierra fresca donde otro hombre reposará para siempre. Milos. Es un hombre despidiendo a su padre en silencio, sin énfasis, con la misma austeridad y sencillez que selló una relación de cuarenta años. El silencio es hondo y también la tristeza, pero no hay gravedad en los rostros, apenas la fatiga y el desconsuelo que provocan la agonía y las primeras señas de la despedida inminente. Percibo, sin embargo, una mansedumbre inesperada, casi un destello de la dicha, y pienso que ese sentimiento puede convocarlo el adiós a un hombre que no ha dejado casi sueños por cumplir y ha llevado una vida provechosa. Escucho de pronto un tintineo de copas, el crujir de los cristales irrumpiendo en la quietud del cementerio, el ruido seco de una botella que ha sido descorchada. Milos eleva su copa, se une en un brindis con sus familiares cercanos, murmura unas palabras que no alcanzo a escuchar pero sé que son de gratitud hacia el hombre que le dio vida y le enseñó los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes. Empina Milos su copa, la arroja sobre el féretro y todos lo siguen en un rito que desconozco, pero que supongo pertenece a la tradición montenegrina de la que tanto me ha hablado. Sobre un fondo de cristales rotos, él vendrá a develarnos la verdad con su humor negro y desproporcionado, que tantas veces ha querido mitigar el dolor y muchas otras nos ha hecho estallar en una carcajada: el rito es privado, entenderé después, celebra el final de una vida, la de su padre, que en ruedas de amigos ha sabido compartir los manjares de la cocina y los placeres de una charla embriagadora. "Era un viejo borrachín", dice Milos con humor furibundo. Me acerco a otro amigo y los dos invocamos el nombre de Emir Kusturica, sentimos que somos parte de una escena de su cine vigoroso y fantástico, de un lirismo desmesurado. Sólo la música de Goran Bregovic, que hemos conocido en esas películas delirantes, con su alegría y su atmósfera litúrgica, merecería ser escuchada en este instante. Me da placer estar aquí, acompañar a Milos en esta ceremonia secreta, sentirme extranjero y también sentirme parte de los suyos, saber que la amistad nos ha unido para siempre, tal vez hasta el instante en que alguno de los dos haga estallar una copa de vino tinto cuando la vida decida que ha llegado el momento de ver partir al buen amigo.
Es Goran Bregovic quien ahora ingresa en escena en el Teatro San Martín. Su orquesta lleva la huella de las tradiciones populares de los Balcanes, ejecuta música de bodas y funerales. En la agitación de las cuerdas y en la exaltación de la fanfarria gitana, en la emoción de una oración religiosa y en la provocación de una danza turca resuenan las sonoridades de un país devastado. Es un amigo quien acierta a decir que esa música hecha de restos, trágica a la vez que rebosante de vida, es la que merece este día: hace un momento ingresamos en la sala, unidos en un murmullo de asombro y pesadumbre, con los ojos heridos por las imágenes que la televisión nos trajo de una ciudad destrozada. Es el humor, antes que la música, lo que nos aleja de la congoja por lo sucedido y del temor y la incertidumbre que ahora más que siempre despierta el porvenir. Goran Bregovic anuncia una canción de taberna que en Sarajevo los hombres y las mujeres aprovechan para entregarse juntos a la bebida. Es una canción graciosa y sencilla, que cada tanto los intérpretes interrumpen para tomar un buen trago. Reímos con inocencia sintiéndonos por un instante niños, ajenos a las perversiones del mundo, como si ignoráramos que un país puede ser despedazado por las guerras y una ciudad hundida por la locura. Aventuro que esta música debe ser reparadora para quien quiera escucharla sin odios, imagino el regocijo de croatas, bosnios, macedonios y montenegrinos, todos parte de una geografía astillada cuyos secretos quise conocer y mi amigo ha procurado en vano desentrañar. Observo a Milos de soslayo, temeroso de incomodarlo en caso de sorprenderlo en uno de esos raptos de emoción que siempre ha contenido. Sonríe, seguramente plácido en el reencuentro con sus ancestros y su pasado, con los sonidos que lo acompañaron durante la infancia y de los que cuando éramos muy jóvenes él me ha dado las primeras noticias. No insinúa un gesto de euforia en medio de la platea que se deja seducir por la indomable música balcánica. Es la suya una celebración íntima, a solas con sus recuerdos, melancólica de aquello que ya no sucederá. Me toca un hombro cuando abandonamos la sala. Lo miro en busca de una pequeña señal mientras nos unimos en un abrazo, el de todos los días, y sin embargo tan distinto cuando como ahora se lleva en la memoria el dolor que trajo la muerte reciente de un ser querido. Nos despedimos pronto, con la promesa de encontrarnos a tomar un buen vino cualquiera de estos días, dispuestos a reírnos un poco de la vida y a compartir otra vez los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes.
Publicado el 16 de septiembre de 2001 en La Nación.


lunes, 11 de agosto de 2008

Graciela

Cuando era adolescente husmeaba en librerías de viejo en busca de ejemplares que tuvieran dedicatorias personales y anotaciones en los márgenes. Eran piezas raras, porque rara vez nos desprendemos de un libro que nos ha sido dedicado con algún afecto. En esas líneas escritas a mano alzada encontraba la semilla de historias imaginarias alimentadas por mi curiosidad juvenil: eran siempre dos o tres líneas que develaban amores encendidos, amistades profundas o admiración. A veces se trataba apenas de un nombre, acaso de una fecha. Otras, las anotaciones junto al texto (discretas en algún caso, en otros abundantes al punto de conformar casi un libro aparte) daban pistas acerca del dueño original de ese volumen. En esas notas al pie o en las líneas subrayadas por el lector consta una mirada del mundo, y en cierto modo sirven como una hoja de ruta para leer esa historia. Yo mismo sostuve esa costumbre durante algunos años: estampar mi nombre en las páginas del comienzo como un modo de apropiarme de ese ejemplar para siempre, y dejar mis comentarios en los bordes superiores de la página, comentarios que muchas veces releo como un modo de recordar mis observaciones de otro tiempo y revisar mi propia biografía. Pensé en esta vieja costumbre una de estas tardes cuando una amiga recién separada me contó lo siguiente: una noche, cuando su marido estaba por abandonar la casa que habían compartido durante quince años, se despertó de madrugada, bajó al living en puntas de pie, buscó cuatro o cinco biromes diferentes y, en la soñolencia del falso insomnio, acometió la tarea de firmar aquellos libros que deseaba retener como si fuesen propios; puso su nombre en unos cuarenta ejemplares que hoy están en su vasta biblioteca. Ese mismo día una compañera de trabajo tenía un ejemplar de Vila Matas (París no se acaba nunca, un homenaje nada secreto a Hemingway) sobre su escritorio, y en los márgenes había anotaciones hechas con dos escrituras distintas: tanto ella como su marido habían dejado sus impresiones en distintos momentos de una novela que leyeron casi al unísono. Hace muchos años, durante la separación de mi primera mujer, una tarde nos sentamos los dos frente a libros y discos para dividir las aguas. La escena está entre las más conmovedoras que compartimos: durante horas, intentamos convencernos el uno al otro de que algunas de las piezas que guardábamos celosamente (los discos de Caetano Veloso, los Cuartetos de Brahms, los libros de Sartre y Camus plagados de anotaciones, entre tantísimos otros) debía quedárselas el otro, aun a sabiendas de que originalmente no le pertenecían. Lloramos como niños frente a la biblioteca blanquísima que ocupaba una pared entera de un departamento de Belgrano. Ese momento de amorosa generosidad selló para siempre nuestra relación. Cuando recorro los anaqueles de libros y discos, cada tanto ella reaparece en una melodía de Caetano. El tiempo no ha derrotado esas complicidades.


miércoles, 6 de agosto de 2008

Memorias

En el cuaderno que pasa de mano en mano, en el mediodía soleado, familiares y amigos dejan su recuerdo de la mujer que celebra sus 70 años. Son palabras cariñosas, que traen recuerdos entrañables de otros tiempos, y llama la atención la unanimidad de un sentimiento profundo: Alicia siempre fue como una hermana. Alicia es mi suegra: una mujer sencilla, de espíritu límpido, que acaso ha dedicado sus mejores años al cuidado de los demás más que a protegerse a sí misma. Desde hace algún tiempo pasa horas en una institución que socorre a personas desesperadas con impulsos suicidas, a las que escucha del otro lado de la línea con la esperanza de convencerlas de que necesitan ayuda profesional y de que la vida merece ser vivida. En el pequeño restaurante donde se celebra su cumpleaños, está radiante, jovencísima en sus 70 años, rodeada de sus afectos y de sus memorias. Una película, en la que se escuchan canciones de la tradición folklórica y las voces de Joan Manuel Serrat y Frank Sinatra, evoca algunos de los momentos más significativos de su vida: escenas infantiles en compañía de sus padres ya muertos, momentos de juego junto a sus hermanos, fiestas compartidas con amigos que lo serán de toda la vida (en la imagen borrosa de los años 60 se los ve exultantes y compinches, no saben aún que compartirán la dicha de la amistad durante casi cincuenta años), instantáneas de los juegos con sus hijos. Observo esos recuerdos y las miradas atónitas y felices de quienes asisten a esa evocación interrumpida por vítores y aplausos ante la aparición de cada rostro conocido, y de pronto siento un afecto inesperado por todos ellos, personas desconocidas en su mayoría, ajenas a mi vida, extranjeras de mis intereses, a las que no obstante siento que me une una red de hilos invisibles. En casa, ya tarde, busco Sefarad, una novela de Antonio Muñoz Molina en la que mi memoria vaga hurga una escena fabulosa: es el momento en que el protagonista llega al pueblo donde vive la familia de su esposa para asistir al funeral de la madre muerta. Es una escena lúgubre, tan distinta en su tono de las celebraciones y los cantos de nuestro mediodía, pero me ayuda a entender el afecto súbito que experimenté por esos seres desconocidos. “Escucho nombres, doy besos, estrecho manos, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo, y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma a su luto anticipado por ella… Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no solo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, , para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color… Me gusta ser aquí unicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan , la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y me nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía”.

jueves, 31 de julio de 2008

Amistad (II)

Hace unas horas compartí el almuerzo con Marcelo B., un compañero de trabajo que pertenece al departamento comercial: fue su último día en la compañía donde nos hemos visto a diario durante los últimos seis o siete años. No nos une una amistad, sino ese lazo de camaradería que hace de la oficina un lugar de encuentro con una carga emocional ligera y a la vez honda, y que de cuando en cuando se va enriqueciendo con conversaciones aparentemente banales que, sin embargo, terminan por estrechar ese vínculo hasta volverlo entrañable. Quise que se llevase de mí algo más que el recuerdo amable de tantas horas compartidas, y le regalé un libro que revisa la obra de Luis Buñuel, porque entre las cosas que compartimos aun antes de conocernos está el amor por el cine. Cierta mañana, hace ya algunos años, cuando le pregunté de dónde provenía esa pasión incondicional, me hizo saber que su padre era proyectorista de cine en una de las salas destinadas a que los cronistas vean películas con alguna anticipación. Podría haber sido el protagonista de Cinema Paradiso, me dijo con orgullo contenido. En su escritorio, detrás de montañas de papeles, asomaba un pequeño portarretratos en el que su padre aparecía junto a Marcelo Mastroiani durante una de sus visitas a Buenos Aires. Lo reconocí de inmediato: crecí como cronista cinematográfico en la penumbra de una pequeña sala de no más de treinta butacas cuyo prestidigitador en las sombras era (y es aún) Damiano. El cariño que sentíamos todos por Damiano se debía a una personalidad campechana que lo volvía querible, pero también a que todos le debíamos el milagro del cine, es decir, el milagro de la ilusión, la posibilidad de ingresar en mundos nuevos e inalcanzables, ya fueran las galaxias insondables de Star Wars o el universo interior de personajes de Francois Truffaut o Michelangelo Antonioni. Durante todos estos años, la foto de Damiano y Mastroiani estuvo sobre esa mesa de trabajo como un faro de la memoria, y ese presagio hizo que para mí fuese natural que Marcelo y yo nos acercáramos el uno al otro mientras hablábamos de actores y directores que alimentaron nuestra imaginación de niños ávidos de aventuras. El cine italiano ocupó siempre un lugar central en esos recuerdos, y de a poco fuimos confiándonos inquietudes más personales sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Tenía (lo extraño ya: el lenguaje y el inconsciente son inapelables) un humor ligeramente ácido, y en reuniones laborales que reclamaban alguna severidad se divertía horrores dejando caer un comentario risueño que algunas veces me recordaba a Alberto Sordi, uno de sus héroes de juventud. Le entregué el libro de Buñuel haciéndole algún chiste que enmascarara la ternura del abrazo agradecido que me dio, conmovidos como estábamos los dos, inmovilizados por un pudor masculino invencible. Compré el libro imaginando que cada tanto se plantaría frente a la biblioteca de su hogar en busca de algo con qué distraerse, y que entonces tropezaría con esa portada y la evocación de tantos años compartidos. “No se me ocurrió nada mejor para que me recuerdes todos los días”, le dije con un tono engañosamente liviano. Durante una hora me habló de sus sensaciones encontradas cuando, a los cuarenta y tantos años, está por inaugurar una etapa nueva de su vida. No lo interrumpí, y al final sólo le pregunté si su esposa lo había cobijado anoche, su última noche antes de dejarnos para siempre. Me dijo que su mujer era maravillosa, y pensé que entonces la vuelta a casa iba a ser más sencilla en medio de afectos tan profundos e incondicionales: no hay desdichas que el amor de una mujer no pueda vencer.

miércoles, 23 de julio de 2008

Amistad

El domingo celebramos en casa el día del amigo. La celebración consistió en la repetición de un rito más o menos frecuente, sólo que esta vez levantamos las copas con alguna ligera formalidad (estamos grandes) para sellar el afecto que nos une. No fue ninguno de mis amigos, por la sencilla razón de que he ido perdiendo esas amistades en el curso de los años por razones que nunca comprendo del todo. He tenido amigos entrañables, he llorado en sus hombros distintas formas de la desdicha, les he confiado a ellos mis sentimientos más perversos, hemos viajado juntos y hemos compartido un ambiente miserable cuando alguno de nosotros terminó de patitas en la calle después de una separación (un ambiente cargado de whiskey, humo de cigarro y un dolor lacerante después del abandono). Y sin embargo en todos los casos el tiempo se encargó de distanciarnos. Mis padres (una curiosidad freudiana) no tuvieron amigos. Mi madre vivió durante toda su vida sospechando de los demás, estableciendo distancias, sin poder entregarse jamás a una amiga con ese abandono dulzón que –lo sabemos– no entraña riesgos. En el velatorio de mi padre no hubo nadie que hubiera disfrutado de su amistad, apenas un par de compañeros de trabajo con quienes compartió esos diálogos amables y leves que hacen a la camaradería, pero carecen de hondura y complicidad. He pensado mucho, aunque sin suerte, en los porqué de estas amistades fugaces que a veces duran años, pero luego irremediablemente se diluyen en el olvido. Mantengo con casi todos ellos algún contacto ocasional. El domingo le envié un mensaje de texto a mi amigo Rubén, con quien compartí un buen rato de la vida hace algunos años, un tiempo de grandes ocios en que hicimos juntos una revista en aquellos ratos libres que nos dejaban el tenis, los interminables almuerzos al sol en las terrazas de Buenos Aires, la charla cotidiana sobre nimiedades y eventuales devaneos filosóficos. Eran sólo dos líneas: Feliz día, por los buenos viejos tiempos y por los días por venir. Su respuesta es un guiño a una pasión compartida por lo brasileño: Irmao, saudade nao ten fin. Um abraco. Creí leer en esa entrelínea (en ese pudor masculino, en ese recato de los sentimientos) una esperanza parecida a la mía: la esperanza de que algún día nos reencontremos para abandonarnos a una conversación que no debió acallarse nunca, y que acaso jamás se haya interrumpido, si es cierto que la amistad –como lo quería Aristóteles– está hecha de un alma que vive en dos cuerpos. Ni siquiera el tiempo es capaz de destruir esas lealtades.

lunes, 21 de julio de 2008

Sexo

Cuando piensa en el sexo, piensa en ella. En esos ojos, esos pechos, esa lengua, esa acogida. ¿Qué otra mujer podría amarle con tanta complicidad, con tanta calidez y humor burlón, o acumular con él un pasado tan denso? En toda una vida no sería posible encontrar a otra con quien aprender a ser tan libre, a quien complacer con tanto abandono y pericia. Por algún accidente del carácter, la familiaridad le excita más que la novedad sexual.
Ian McEwan, Sábado

Crianza

Es un lugar común de la genética moderna y la crianza de los hijos que los padres tienen poca o ninguna influencia en el carácter de los mismos. Nunca sabes cómo te van a salir. La salud, las oportunidades, las perspectivas, el acento, los modales en la mesa: quizás esté en tu mano moldear estas cosas. Pero lo que determina en realidad la clase de persona que va a vivir contigo es cómo es el esperma y cómo el huevo que encuentra, cómo se eligen las cartas de dos barajas y luego cómo se barajan, cómo se dividen en dos mazos y se ensamblan para recombinarlas. Alegre o neurótico, desprendido o avaro, curioso o soso, expansivo o tímido o cualquier cosa entre medias; la gran cantidad de trabajo que ya llega hecho puede ser una auténtica ofensa al amor propio de un progenitor. Por otra parte, eso quizás te saque del atolladero. Lo entiendes en cuanto tienes un segundo hijo: dos personas completamente distintas provienen de azares más o menos similares de la vida.
Ian McEwan, Sábado

viernes, 18 de julio de 2008

Deseo

“No quiero morirme, quiero que sea para siempre.” Lo dijo mi mujer anoche. Hablaba de la vida. De la suya, de la nuestra.

jueves, 17 de julio de 2008

Ojos bien abiertos

Pequeña noticia privada: hoy me he calzado un par de anteojos de lectura por primera vez en esta vida. Son bonitos, o eso me parece a mí. Esperaba disfrutar de ellos hace tiempo, pero algo hizo que mi visión fuera excelente hasta llegar al borde de los 50 años. Lo primero que disfruté al ponermelos fue descubrir que puedo ahora ver la textura del papel, el trazo de la letra, las pequeñas rugosidades que hasta hoy, durante los últimos años de bruma, me habían sido vedadas. Debí regresar dos o tres párrafos atrás (El placer del viajero de Ian McEwan fue el último libro que leí en cierta penumbra, Sábado inauguró una lectura plácida y sin esfuerzos), porque me entretuve en estas sorprendente visiones que ya no recordaba y perdí varias veces el hilo de la historia. He comprado un par de anteojos clásicos aunque con alguna impronta de modernidad. Anoche me los he puesto en casa, y mis hijos me observaron con medias sonrisas tímidas: acaso se hayan decepcionado un tanto, pensé, al ver que su padre envejece. Había pensado en arrellanarme en el sillón para entregarme a alguna lectura, pero terminé probando mi ojos renovados en insólitas situaciones domésticas: leí (ahora sí) las propiedades del aceite de oliva detalladas en el envase, leí la composición del vino en le etiqueta (10 por ciento de merlot, un dato que había escapado al entendimiento de mi paladar), leí el procedimiento que debe seguirse en la aplicación de una crema de enjuage. Leí nimiedades, letras escondidas, datos inútiles, pero los leí bajo un sentimiento de júbilo y libertad que me devolvió saberme poseedor de una parte del mundo que había perdido.

viernes, 11 de julio de 2008

Los adioses

Una compañera de trabajo me dice que su padre, un hombre de 72 años que fue un ejemplo de vitalidad, está enfermo. El tiempo ha ido arrumbándolo en la casa que comparte con su esposa desde hace décadas, y él ha alcanzado un grado de obesidad que le impide desplazarse con naturalidad: su universo privado no va mucho más allá de un sillón y la cama, desde donde observa el futuro con fatiga y escepticismo. Mi compañera está angustiada, ahora es ella quien debe cuidar de su padre, arroparlo, cargarlo en sus hombros para que pueda dar pequeños pasos dentro de la casa y de ese modo su vida no se reduzca a dejarse apagar mientras recuerda tiempos viejos con melancolía. De a poco, el humor del padre vencido ha ido ensombreciéndose, y también ha ido crispándose la relación con su mujer: son dos personas mayores refunfuñando a toda hora, hostigándose el uno a la otro mucho más de lo que ambos (y el vínculo que los une desde la juventud) se merecen. Alguna vez se amaron, y acaso sigan amándose de ese modo secreto, distante y algo hosco en que se aman los mayores, en apariencia desinteresados el uno del otro, hundidos en sus silencios, vencidos por la rutina o el pudor, un modo que, sin embargo, en algunos casos esconde sentimientos muy hondos y conmovedores. Mi compañera está angustiada porque ve cómo mengua esa vida, la vida de su padre, sin presentar batalla, desinteresada del mundo y de sus pequeñas alegrías: escuchar un disco de tango que antes lo emocionaba, caminar por el barrio donde lo aguardan sus vecinos de siempre, tomar algo de sol en la plaza o quizá, simplemente, conversar con su hija, una hija llena de preguntas como todos los hijos de esta tierra, conversar de cosas triviales, naderías, zonzeras que en la voz de un padre pueden tener resonancias maravillosas. Mi compañera está angustiada porque ese mundo privado que alguna vez fue refugio y certeza le ha estallado en las manos, porque su padre envejece y su voz y su cuerpo se apagan, se retiran lentamente de este mundo, se alejan de ella. Es una hija que ama a su padre, pero no es ya su pequeña sino una mujer adulta que lo consuela y lo protege y empieza a llorar esa lejanía.


domingo, 6 de julio de 2008

El placer de la pereza

El sábado he cumplido años. El día se ha deslizado sin sobresaltos, en interiores, y me he obsequiado el placer de la pereza. He leído apenas (Hanif Kureishi evocando la historia de su padre y el formidable encuentro cultural de las comunidades india y pakistaní que llegaron a Londres), he dormido una pequeña siesta, y cuando me dispongo a escribir me doy cuenta de que el día ha sido apenas eso: dos o tres miradas con mi mujer, un almuerzo ligero en la estación de tren, el murmullo de una película que ven los niños, Carolina escribiendo en su diario privado, el rasguido de la guitarra en manos de mi hijo mayor (los riffs de Led Zeppelin y Deep Purple en versiones de guitarra española, Here Comes the Sun de los Beatles). Con la merienda llegan los regalos: jabones artesanales que huelen de maravilla, un aromatizador de ambientes (coco, canela, vainilla), una cajita para guardar esos CDs que suelen quedar desperdigados por ahí. Bien mirados, son regalos que otro hombre acaso no apreciaría, y sin embargo los recibo con gozo incontenible. (Incontenible es un modo de decirlo, un arrebato poético útil a los fines narrativos para describir el gesto avaro e insuficiente con que dejo saber que me han gustado muchísimo.) Siempre me han dado un placer algo secreto los enseres del baño, los jabones perfumados, los utensilios de cocina, los platos, fuentes, tasas, copas y cubiertos que conforman las maravillas de la vajilla, las sábanas y toallas que huelen a lavanda o a alcánfor. Conviví con ese placer de manera silenciosa, sin hacer grandes aspavientos, pues tan solo esbozaba interés en esos accesorios (saleros, pimenteros, azucareras de porcelana, fuentones rústicos de barro, cubiertos de plata heredados de alguna abuela, copitas en las que en otro tiempo se tomaba oporto o anís) noté que era motivo de mofa en el a menudo severo (y casi siempre cruel) universo de los varones. No hubo mucho más: unos tallarines con vegetales, un cabernet, lemmon pie. Mi mujer estaba feliz, con esa sonrisa en el rostro que suele asaltarla cuando siente (he intenta convencer de ello al melancólico irremediable que hay en mí) que la vida es una dicha. Había comprado un juego de sillas que nos debíamos hace tiempo, y saldar esa deuda le dio un soplo de energía. “El placer de la acción”, dijo con una sonrisa, y entonces yo me desmoroné en el sillón y me entregue sin remedio a un sueño reparador.

domingo, 29 de junio de 2008

Mapas del futuro

Me preguntan qué sucedió. Digo que nada, apenas una enfermedad miserable que me derrumbó una semana en cama, sin demasiadas ganas de nada: lecturas, música, películas, todo quedó para el día después. Escibir, también. He vuelto a leer esta mañana. Leo, entonces, un párrafo de Hanif Kureishi en Mi oído en su corazón: “Lo que yo le exigía a la lectura era que aumentase mi sabiduría y lo que yo consideraba mi orientación. Con esto quería decir tener ideas nuevas, que funcionasen a modo de herramientas o instrucciones e hicieran que me sintiese menos desvalido en el mundo, menos abandonado, menos niño. Si las cosas las sabías por adelantado, no te asustarían tanto, estarías preparado, como si tu hubieran dado un mapa del futuro”. Eso: un mapa del futuro. He estado pensando, también. Este blog cambiará de nombre pronto, dejará su denominación actual por otra que hable más nítidamente de él. En el camino he descubierto que no es un observatorio de medios lo que me interesa llevar adelante. No ahora. La escritura personal, la bitácora privada, me permite jugar con el lenguaje, urdir pequeñas historias, merodear un territorio parecido al de la ficción aunque con anotaciones muy personales. ¿El nombre? Ya lo veremos. Dénme unos días, habrá novedades.

domingo, 15 de junio de 2008

Feliz día, papá

La etiquete De padre e hijos es la que tiene más entradas en este blog. Esta mañana las he releído, y se me ocurrió que algún desprevenido pudiera sentir alguna curosidad por ellas. Todas merodean el tema de la paternidad, a veces evocando con nostalgia al padre muerto y otras celebrando la maravilla de nuestros hijos. Feliz día a quien ande por ahí.

http://caetaneando.blogspot.com/2008/02/eternautas.html
http://caetaneando.blogspot.com/2008/02/pequeos-lectores.html
http://caetaneando.blogspot.com/2008/03/de-padres-e-hijos.html
http://caetaneando.blogspot.com/2008/03/encuentros-y-despedidas.html
http://caetaneando.blogspot.com/2008/03/msica-en-libertad.html
http://caetaneando.blogspot.com/2008/06/locos-por-el-ftbol.html

jueves, 12 de junio de 2008

Locos por el fútbol

“Te pido una sola cosa para cuando me muera: quiero que pongas en el cajón el escudito de River, quiero llevármelo conmigo”, me dijo mi viejo. Yo era un niño de unos 10 años cuando me lo pidió. Cada tanto me lo recordaba en medio de la evocación de las grandes figuras de un pasado glorioso. Casi no hablábamos de otra cosa, aunque con los años el fútbol fue cediendo algún terreno a otros deportes que llamaron más o menos su atención. Durante muchos años cumplió con la liturgia del domingo: atendía los detalles previos del partido inminente, en la cancha escuchaba el partido que estaba viendo, leía las primeras y apuradas crónicas en el diario vespertino mientras regresábamos a casa, cenaba en compañía del resumen televisivo, y a la mañana siguiente leía, en la edición matutina, los detalles del encuentro. Lo recuerdo en su lecho de enfermo, en el final, feliz como un niño frente a la pantalla del televisor. En ese novedoso furor de la televisión por cable, a toda hora podía seguir los partidos de las ligas europeas, ver a los mejores, emocionarse con los quiebres de cintura, los amagues, las fintas, esa elegante danza masculina que es el fútbol bien jugado, pura reciedumbre y plasticidad. Era conmovedor (mentira, es conmovedor ahora, en la evocación y en el relato: yo me enfurecía con su desinterés por el mundo y por mis cosas, y eso fue distanciándonos con los años) verlo disfrutar ese mundo de pasiones ciegas. En estos días volví a recordar su liturgia dominical, sus gritos desaforados, su mirada vidriosa en los momentos de frustración, su iracundia cuando prometía en vano romper el carné, volví a escucharlo recitar de memoria varios equipos de distintas épocas, alineaciones enteras con su banco de suplentes incluido, y contar una vez más episodios legendarios, pura epopeya, que nunca supe si eran fieles a la realidad o si la embellecían con sus destellos épicos y su irremediable melancolía. “Fútbol era el de antes, je. Moreno jugaba con una botella de whiskey al lado de la raya”, decía, y entonces se perdía en otras divagaciones que daban cuenta de un tiempo mejor, cuando el fútbol era inspiración e inventiva. Recordé entonces, el domingo, mientras el equipo festejaba una nueva conquista, el día de su muerte, hace casi ocho años, la penumbra funeraria que rodeaba al féretro en el silencio de la madrugada, ahora a solas los dos, mi mano hurgando en el bolsillo el escudo que me había traído mi hermana, el instante en que abro ligeramente su mano fría y pesada, los dedos que tantas noches recorrieron mi espalda para ayudarme a conciliar el sueño, su mano fría y pesada recibiendo el escudo que él quería llevarse para siempre, mi beso en la frente, mi último beso a mi padre muerto. Lloré con una rara sensación de dolor y felicidad, sólo en medio de la muchedumbre enloquecida, y grité como nunca antes la conquista de un nuevo título. “Ganamos, pa”, me abrazaron mis hijos cuando regresé a casa. Jugamos a repetir las malas palabras que sólo están autorizados a decir en la cancha (un territorio liberado), nos reímos, y les conté que hubo un tiempo en que la gente iba al estadio vestida de frac, con galera y bastón, el fútbol era pura inspiración y Moreno (José Manuel Moreno, uno de los mejores de todas las épocas, el integrante de la Maquina, invencible cuando se juntaba con Labruna y Lousteau) jugaba con una botella de whiskey al lado de la raya. O eso me decía mi viejo.

miércoles, 4 de junio de 2008

Mis memorias

Mi memoria frágil me trae a menudo una rara felicidad de orden poético: todo (un relato de infancia, el libro que acabo de cerrar, el cine que alimentó mi juventud) suele ser nuevo para mí, o en el mejor de los casos un recuerdo borroso cuyos detalles vuelven a deslumbrarme. Durante muchos años disfruté de ese estado virginal: nunca conocí el placer de releer viejas historias o revisar películas que alguna vez me conmovieron. He decidido consultar a un neurólogo sobre esa desmemoria, y la muchacha joven que ahora me examina tiene un rostro bello que se me ocurre inolvidable. El breve espacio donde aguardo tiene tres puertas con un destino literario. Leo en cada una de ellas Clínica del Dolor, Movimientos Anormales y Laboratorio del Sueño, y es ésta la que abriría si de mi dependiera, tentado por la posibilidad de adentrarme en ese infinito universo onírico para descubrir, al fin, si somos apenas el sueño de otro. Poco después, cuando la jovencísima doctora me examina, pienso que el modo distante con que me observa hará inevitable que pronto olvide mi historia, y que acaso cuando volvamos a encontrarnos seré para ella un paciente nuevo. Le refiero, pura y vana coquetería, sólo un atajo, la historia de Funes, el memorioso, esa criatura borgeana de memoria absoluta, sólo para añadir que mi caso no es ése aunque conserva alguna belleza literaria: todo en mí es olvido. Hay algo trágico detrás de esa belleza: en mi memoria los hechos han sido escritos con una tinta efímera de modo que ese pasado que se esfuma acaso no haya ocurrido. Consulto también mis dificultades con el sueño, el por qué de una vigilia (casi) constante. Nada parece fuera de lugar, haremos algunos estudios. Ya en casa recupero las voluminosas Obras Completas de Borges, en cuya página 485 se abre la historia de Irineo Funes. Es una historia naturalmente olvidada, y en la lectura recupero detalles minuciosos de ese encuentro de dos hombres. “Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.” Es un cuento de una belleza indecible, y me da felicidad saber que alguna vez volveré a conmoverme cuando vuelva a llegar a mi vida por primera vez. Sólo retengo una frase que es, acaso, el principio de la memoria: “Dormir es distraerse del mundo”.

martes, 3 de junio de 2008

Es la felicidad, estúpido

Entre las conductas inútiles en que incurrí en los últimos tiempos está la de interogarme acerca de la felicidad. Se preguntarán ustedes, con razón, que me condujo a semejante desatino. Pues bien: la culpa la tiene un librito de poco más de doscientas páginas escrito por Bertrand Russell, que seguramente no es una amenaza para los títulos de autoayuda que lideran los ránkings de venta. El librito en cuestión es La conquista de la felicidad. Fernando Savater observa en el prólogo que, en todo caso, la conquista de la felicidad comienza con un acto de humildad que desafía un rasgo espiritual de nuestra época, como lo es la creencia de que la desdicha nos vuelve interesantes. Ustedes saben: desde el existencialismo para acá, por no ir más lejos, la angustia tiene cierto prestigio en algunos círculos cercanos a lo artístico y lo intelectual. Russell le dedica un buen capítulo al tema del aburrimiento, que para una mente corta podría insinuarse como la contracara de la felicidad. “Nos aburrimos menos que nuestros antepasados”, dice, “pero tenemos más miedo de aburrirnos.” Escribió esas ideas en 1930, cuando la industria del entretenimiento era más modesta (el cine apenas comenzaba a entregar sus primeros sonidos) y la era digital estaba lejos de irrumpir en la vida urbana. Parezco un niño, pienso cada vez que siento el peso invencuible del aburrimiento, sin saber cómo entretenerme en un mundo que todo me lo ofrece. Soy feliz, sin embargo, en esas pequeñas fugacidades que duran lo que un abrir y cerrar de párpados. Soy feliz cuando lee sus primeras palabras mi hijo. Soy feliz cuando descorcho un buen vino en el primer anochecer. Soy feliz cuando prolongamos con mi mujer una conversación que comenzó hace doce años. (Soy feliz de otros modos con ella, pero ella jamás me perdonaría la menor infidencia.) Soy feliz cuando encuentro el ritmo exacto de una frase o algo que se asemeja a una idea. Soy feliz (era feliz) cuando pego limpiamente una revés paralelo sobre polvo de ladrillo. Soy feliz cuando me apasiona un libro, cuando humea frente a mí un buen plato de pastas, cuando el estallido de la multitud anónima celebra la última conquista de mi equipo de fútbol. Soy feliz de modos invisibles, sobre todo invisibles para mí. Mi mujer suele decirles a mis hijos que vayan a aburrirse un poco, no por espantarlos para que nos dejen un poco solos (ese soy yo: padre perezoso en su íntimo letargo, profesional fatigado, hombre deseante del reencuentro con su pareja), sino porque advierte en el tedio la posibilidad del juego y la fantasía, el territorio en que nacen las mejores historias, el instante en que los niños sueñan y, entonces sí, alcanzan alguna forma de la felicidad. Es una recomendación sabia y tranquilizadora. Me tumbo entonces en un sillón, y me entrego a los placeres del abrurrimiento.

viernes, 30 de mayo de 2008

Mr. Músculo

Treinta minutos de bibicleta, diez de cinta en plano inclinado de veinticinco grados, cuarenta y cinco minutos de aparatos. Ciento sesenta abdominales diarios. Espinales, dorsales, pantorrillas, cuádriceps, trapecio, pectorales, dorsales, femorales. Diez sprints marcha atrás y diez en zigzag para la resistencia de piernas. Ocho minutos de bolsa: recto de derecha, uppercut de izquierda, gancho de derecha, y así. Ughhhh. Cinco minutos de elongación. Agua mineral para recuperar energías, reponer minerales y no incorporar azúcar extra. Ducha y a trabajar. ¡Ey! ¿Es que nadie notó mis esfuerzos de los últimos días? ¿Es que no han notado la grasa que quemé esta semana ni la masa muscular que conseguí? Ni un gesto minúsculo de aprobación. Mi personal trainer me ha prometido el Paraíso, es decir, me ha dicho que si soy consecuente con la rutina de entrenamiento y consigo cumplir una dieta razonable seré otro. Otro: un individuo saludable y atractivo. “Vos sos, además, un hombre sensible”, se burla un amigo de toda la vida. “Sos el atleta y el poeta, el ideal griego.” No le pego porque es un alfeñique. “No seas turro”, me defiendo, pero en el fondo tiene razón. Me imagino montado en la bicicleta fija leyendo algún librito de Sartre o McEwan (Sartre sigue dando bien, me aseguran los observadores del coqueteo amoroso-intelectual, los cuarenta años del Mayo Francés lo han puesto de nuevo en el ranking) y quemando grasas... Ella (mi entrenadora es mujer, no creo habérselos mencionado) observa cada uno de mis movimientos con un distanciamiento profesional, pero yo escrudiño esa mirada en busca de un brillo, invisible para los demás, en el que creo descubrir la insinuación y el deseo. Sigo cada indicación, obediente, y cada anto me viene a la mente la imagen de una espléndida dominatrix. “Estás fantástico hoy”, me dice, muy perra, y esas tres palabras revolotearán en mi cerebro el día entero. “Tu mujer va a saber aprovecharlo.” Dicen que el gimnasio es cosa de narcisistas, cuando no de onanistas. No es una idea cómoda de llevar, pero déjenme recordarles una frasesita de Woody Allen: “No hablen mal de la masturbación, es sexo con alguien que amo”. En cuanto al narcisismo, algo de eso es cierto. Es divertido -es inevitable, antes o después- observar a los otros en el espejo y controlar los progresos propios. “¿Vos hacés eso? Me estás jodiendo”, ataca mi amigo. Le digo que es un acto reflejo, mientras me acompaña a una tienda a comprar una remera dry fit de Puma “Podés comprarte el buzo clima proof de Adidas”, me dice leyendo la etiqueta. Sabe que llego a la bicicleta fija impecable y enfundado en indumentaria deportiva de última generación, y si es con tecnología aplicada, mejor. ¿Rendimiento deportivo? Lo veremos después. Lo que importa ahora (ahora es el momento del ingreso, cuando el mundo se detiene, los cuellos tuercen y los ojos se posan sobre el recién llegado para saber si se trata de un habitué o de un forastero) es cumplir con la última recomendación del mercado en materia de dress code.

martes, 27 de mayo de 2008

Dancing Queen

Cuando estás ahí, en medio de la marea humeante de torsos desnudos y lenguas de fuego, de manos lascivas y miembros ardientes, cuando la multitud ulula en las calles al ritmo hipnótico de la música electrónica y todo se parece a los ardores de un orgasmo, sentís que este momento es irrepetible. Más de dos millones de personas son protagonistas de la Gay Parade, un fenomenal evento colectivo que celebra la diversidad sexual. Estás montado en un trío eléctrico, recorrés las calles de San Pablo en un camión carnavalesco en cuya cumbre se agita un grupo de drag queens (altísimas, imponentes, las pestañas y la melena postizas, los cuerpos bañados en purpurina) y sentís el calor de la piel encendida como brasa de gays y lesbianas. Los ves entregados a la coreografía de un erotismo enérgico que te recuerda la violencia sexual de las peliculas de Pasolini y Fassbinder, sus juegos de dominación y sometimiento, dos gladiadores procurando doblegarse el uno al otro con la sola fortaleza que otorga el deseo físico. El trío eléctrico serpentea por las calles atestadas de gente, y de cuando en cuando ves réplicas de Lou Reed y Prince entre la multitud, y creés escuchar Welcome to the Pleasure Dome de Fankie Goes to Hollywood o Erotica de Madonna o Money, Money, Money de Abba. La ciudad entera acompaña el paso de los camiones: las parejas gay XXX ofrendan su danza erótica a los dioses encaramados en la cúspide del trío eléctrico y los padres bailan junto a sus niños. Besos de lengua en los que se entrechocan los brackets, muchachitos que se abren a una experiencia nueva. Leés los rostros de las personas, una tarea poética que habitualmente cultivan los actores, porque como ha escrito Rubem Alves en Folha de Sao Paulo “los rostros son objetos oníricos: hacen soñar”. Dos abuelos observan la escena desde detrás de un ventanal, intentan comprender este tiempo que no les pertenece ya. Mientras, la procesión trepa la calle Consolacao, que bordea el cementerio. En la fachada de una iglesia evangelista, adonde multitudes de paulistas diariamente buscan la salvación de sus almas, un cartel promete: DIOS TE AMA. Y entonces recordás el tatuaje de aquel ícono de la canción gay francesa: ONLY GOD JUDGE ME (Sólo me juzga Dios). Una drag queen desciende de la cima del cabaret erótico, pero no lo hace con el garbo de las grandes divas sino con paso vacilante. Ves como un asistente le saca el penacho que la había hecho princesa y le quita los guantes, y, cuando las lentejuelas se esfuman, las lágrimas caen desde las pestañas postizas y el rimmel mancha el rostro crispado y, acaso, asoman la soledad y la sensación de vacío. Sonreís, regalándole consuelo, pero la princesa desaparece en la negrura del backstage. Suena Dancing Queen, la ciudad es un fiesta.

viernes, 16 de mayo de 2008

Que 50 años no es nada

Lo miro, pobre: 50 años, y la vida se ha apagado para él. Tiene ese andar soñoliento, ese modo de llevarse a sí mismo a desgano, apegado a una rutina sentimental sin sorpresas, como si durante el último medio siglo la vida lo hubiese apaleado sin pausa. “Estás tremendo hoy”, le digo apenas terminamos el partido de tenis en el que fue apenas una sombra de sí mismo. “No tengo ganas de jugar, no tengo ganas de nada”, dice sin ganas la sombra, y lo invito con una Stella Artois a ver si le devuelve el alma al cuerpo. Dos horas después, me habrá dicho que está íntimamente quebrado. “Leé esto”, y me tiende una revista dominical que lleva en el bolso, y lo que leo es un texto en el que Rosa Montero retrata el mapa emocional de los hombres que van camino de los 50 años, ese momento en que la vitalidad no sólo comienza a debilitarse en el cuerpo sino en nuestras mentes, y en el que creemos que ya nada será como antes, ni la curiosidad que nos despierta la vida ni la voluntad para aprender cosas nuevas ni el coraje para experimentar y arriesgarnos a emociones desconocidas, ese momento en que el futuro comienza a aparecernos por dtrás. “Vamos, que hay cosas peores”, le digo. “Sin ir más lejos, los 60.” Me manda a cagar, qué menos. Para un hombre como él (un hombre de cierto éxito profesional, que disfruta de una familia estable) sentir que la vida es apenas una meseta y no ya la pendiente que debe escalar para hacer cumbre es una mala noticia. Adiós adrenalina, adiós Mr. Vértigo, la vida no es más una aventura. Rosa Montero dice que no se trata sólo de hacer gimnasia para mantener en forma el cuerpo, qué va: hay que practicar esa otra gimnasia del pensamiento, de la curiosidad y de las emociones. Pero tanta ejercitación puede tener efectos secundarios indeseados. Algunos hombres escapan de esa abulia energizándose con una muchacha de 20 años, un cuerpo cimbreante que lo pone de nuevo en carrera. “No seas turro”, dice la sombra, una mueca parecida a la sonrisa lo saca un segundo de la amargura. “Voy a terminar como el personaje de Lolita.” Insisto en que todo puede ser siempre peor: “Acordate de Una vez en la vida, el tipo se enamora de la novia de su hijo.” Nos reímos. Le pregunto al viejo estudiante de Filosofía devenido analista de marketing si puede desmenuzar el desaliento. ¿Angustia por el sinsentido de la vida? ¿Temor a la muerte? ¿Falta de fe en una vida trascendente? Cenamos en El Viejo Norton, cerca de la estación de Vicente López, un bolichito sin más aspiraciones que la de comer bien y sano, y arriesgo entonces que la vida tendrá algún sentido mientras existan patas de cordero como la que nos estamos devorando. “Hay algo de reloj biológicom que se ralenta, hay algo de energía que se pierde en el camino y hay mucho que no entiendo. Está la sensación de que he llegado a alguna parte, una carrera, una familia, unos cuantos placeres, incluído el de una vida sexual plena sin viagra. Y entonces me pregunto ahora qué.” Sirvo un Catena Zapata. Reencontrarse con el deseo, le digo, ésa es mi respuesta. “Joder”, espadea el muy hijo de puta, “seguro que antes del tenis fuisteb a análisis o leíste algún librito de Bucay.” Cito a Montero: no hay un desafío mayor, un reto más aventurero que el de seguir estando enteramente vivo día tras día. La pata de cordero y el Catena, al menos, le dan la razón.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Balas en la lengua

La vida merece ser vivida por escenas como ésta: un hombre que fue niño le regala a su madre emocionada su crecimiento profesional, le entrega la certeza de que ya se ha hecho hombre ganándose un lugar en la vida, le obsequia la tranquilidad de saber que el muchachito que se marchó del nido familiar en Mendoza con el sueño de cambiar el mundo ha conseguido más que eso: cambió su vida para siempre, se forjó un destino. Cuando lo conocí, Juan O. traía como carta de presentación una crónica afiebrada sobre el crecimiento de la música hip hop en los barrios periféricos de Buenos Aires. Era una pieza algo desmañada, como corresponde a los años jóvenes en que todo es vértigo y exploración de un estilo, pero había en ella una sinceridad y una potencia inusitadas. Juan eligió para ese texto inaugural un título que anticipaba su estilo furibundo, y un uso del lenguaje que traducía con crispación contenida las furias de su generación: Balas en la lengua. Llegó a la redacción montado en su tabla de skater, el rostro cetrino enmarcado en una maraña de dreadlocks, los ojos encendidos de curiosidad y una nobleza de corazón que muchas veces tropezaba con la ingenuidad. Es uno de los mejores de su especie, y hace algunos días alcanzó una posición de privilegio en su profesión: es editor de Rolling Stone, algo con lo que soñó durante buena parte de su vida, es decir, durante los últimos cinco años. Escribí un mail dirigido a toda la redacción, en el que compartí con sus compañeros la sencilla felicidad de ver crecer a un muchachito de mirada doliente y convicciones firmes que consiguió algo de lo que alguna vez estará orgulloso: creció sin alejarse de sí mismo, atento a las exigencias de la vida diaria de la redacción pero sobre todo sin perder de vista los dos o tres principios que llevaba como equipaje cuando con tan sólo 20 años se instaló en una pensión de Buenos Aires. Esta tarde me agradeció esas líneas del mejor modo que pudiese imaginarme: le había reenviado el mail a su madre, me contó, como un modo de agradecerle las libertades que ella le concedió en medio de las rebeliones de la adolescencia, y su madre había difundido la noticia entre sus compañeros de trabajo como sólo una madre puede hacerlo, hinchada de orgullo y pensando que ahora sí, ahora lo ha conseguido, su hijo tiene un lugar en el mundo. Mientras lo escuchaba, recordé mis comienzos en el oficio, cuando llegué a una redacción llevado por la recomendación de un amigo de mi padre. El hondo silencio que me separó de mi padre hasta su muerte hace siete años, apenas interrumpido por la conversación en torno del deporte, no impidió que haya sido él, desinteresado como estaba de mi vida diaria y de mi destino, me recomendara como un aspirante a periodista en una redación. Al cabo de los años, una tarde de sábado, cuando agonizaba y la despedida comenzó a erigirse entre nosotros obligándonos a sincerarnos, me pidió que abriera un viejo portafolio marrón, el viejo portafolio que lo acompañó toda su vida de viajante de comercio, olvidado en un rincón del ropero. Cuando lo abrí, unos veinticinco años después de empezar mi carrera, encontré una serie de recortes amarillentos de diarios y revistas que llevaban mi firma, es decir, su apellido. Le pregunté por qué nunca me había mostrado esos papeles, por qué me había privado de ese modesto gesto de amor paterno, y no supo responderme, como había sucedido siempre. Años después, entendí que había hablado con el lenguaje del corazón, aunque ya fuera tarde. Juan O. ha tenido mejor fortuna, y la merece. Cuando me cuenta el itinerario victorioso de su madre por los escritorios de sus compañeros de tarea -una mujer madura que ha dejado que su hijo adolescente soñara con ser entrenador de delfines o periodista, es decir, una madre que le ha dado a su hijo la oportunidad de ser libre y labrarse un destino-, me gana una emoción extraña, y la imagino sentada en un rincón de su casa mendocina leyendo las crónicas filosas de su hijo una y otra vez, ajena a las iridiscencias del rock pero conmovida por haberle concedido a su muchacho algo tan parecido a la felicidad de ser libre.

martes, 6 de mayo de 2008

La lectora

Ella (un enigma: jean y zapatillas, el rostro sin maquillaje, un trench que la abriga de las hostilidades de los primeros fríos) tiene un libro en sus manos. En el vaivén del colectivo, que bufa por las avenidas y avanza con ritmo sincopado, espío la portada como lo hice durante años en el transporte público y en los bares, ansioso por descubrir una complicidad a la distancia, pero esta vez no en busca de una excusa para aproximarme a la muchacha de aire adolescente y mirada soñolienta, lánguida e inteligente, sino llevado por el parecido físico que guarda con mi hija de 18 años. La observo en esa incomodidad que produce observar a una mujer que puede ser deseada ya por un hombre, sin poder siquiera dar cuenta de los motivos de mi mirada persistente, pero la fortuna quiere que ella no levante los ojos del libro, imbuída en ese universo de interrogantes vastos que registra con tanta precisión la incertidumbre y los dolores de la primera juventud. Leo un par de líneas al azar, en el fulgor de un parpadeo, y sonrío: la muchacha del libro se pregunta sobre su futuro, quiere desentrañar la vida que la espera y beberse el presente de un sorbo en la París de los años 50. Leí mal a Simone de Beauvoir siendo muy joven, pero ese nombre evoca en mí, sobre todo, los años en que las novelas de Jean Paul Sartre y Albert Camus fueron forjando mi escepticismo y mi constante estado de interrogación. La neurosis hizo el resto. El viaje es largo (el del existencialismo, pero también éste que me lleva al centro de la ciudad y a las brumas del pasado), y cuando despierto de ese sueño y bajo la vista la muchacha extrae un lápiz de su bolso y subraya una línea que acaso retendrá toda su vida. El mundo es una pregunta. Hay algo conmovedor en ese estado de expectación, esa instancia de sueños por cumplir soñados con la prepotencia de los años jóvenes. Me pregunto entonces qué sueños perseguirá mi hija, qué interrogantes la acompañarán en el inevitable insomnio de los 18 años. Ella es también un enigma como la muchacha lectora que tanto se le parece. Ella es también una pregunta para mí, el padre que la conoció cuando había cumplido los 7 años. Esta noche le regalaré un libro, y acaso nos encontraremos en ese relato para hablar de nuestras vidas y de nuestros silencios, y alguna mañana fría alguien la mirará arrebujada en el asiento de un colectivo mientras lee una vieja novela de Simone de Beauvoir y se pregunta sobre la vida, el futuro, su padre.

martes, 29 de abril de 2008

Solos y solas

En el silencio de la medianoche, solo en casa desde hace cuatro días, apenas he dejado que suene el saxo de Sonny Stitt en la mañana brumosa del domingo mientras tomaba un café caliente arrebujado en la cama, y no mucho más. En otros tiempos, sin la fatiga del esfuerzo diario a cuestas, cuatro días en soledad hubieran alcanzado apenas para que ese joven curioso acelerara su paso de maratonista cultural para llegar a dos o tres funciones de cine (preferentemente en las salas alternativas del centro de Buenos Aires, la Lugones y Hebraica), darse una vuelta por algún museo y rematar el día hurgando librerías en busca de novedades y de dedicatorias estampadas en las páginas iniciales de los libros usados. (Imaginar el pasado de esos libros, desandar sus muchas lecturas en anotaciones hechas al margen para vislumbrar qué hombres y mujeres habían consagrado sus días y sus noches a esos volúmenes, desentrañar sus sueños y placeres en las observaciones garabateadas al pie de página, intuir la pasión no correspondida o el romance fogoso en una vieja dedicatoria, todo eso conformó un ejercicio casi diario de fisgoneo poético que alimentó mi imaginación adolescente tanto como las películas de Fellini o Truffaut.) El itinerario era aleatorio, pero incluía siempre una parada en los bares de entonces (la Paz, por supuesto, donde prosperaban y fracasaban revoluciones distintas y adonde había que llegar armados de un buen libro, en el mejor de los casos vagamente psicologista), antes de reemprender el hábito de caminar la ciudad, una fantástica pérdida de tiempo. Caminar era un modo de devorar el presente. Era un albur que podía conducir al caminante a las fronteras de lo socialmente lícito o a la penumbra de la promiscuidad, pero era siempre una aventura maravillosa. Buenos Aires albergaba entonces a una fauna de errabundos. (La figura más notoria de aquellos años fue Margotita, una añosa rubia platinada que solía vagar por la periferia de la calle Corrientes y a quien años después inmortalizó Jorge Polaco en el mediometraje Margot Moreira y en cuatro films posteriores.) Siempre me gustó mirarlos, seguirles el paso rumbo a ninguna parte, atraído por el misterio de lo inesperado, buscando en esos rostros ajados y en sus miradas perdidas el fulgor de un pasado luminoso ya lejano y para siempre perdido. Fueron años de maravilla aunque llenos de angustia y desolación, muchas veces menguadas por el sexo furtivo y callejero. La escena que mejor sintetiza ese estado de abandono sucedió un 31 de diciembre, poco antes de la medianoche, cuando la muchacha que hablaba a solas mientras caminaba por la avenida Las Heras me miró como se mira a un extraño: con curiosidad y con miedo. Le dije que estaba solo, y en lo que dura un parpadeo, ambos extenuados por la desolación de sabernos extraños, pero felices de ese encuentro, estábamos ya revolcándonos en un viejo camastro mientras la ciudad entera le daba la bienvenida al nuevo año. Dormimos como duermen los desconocidos: abrazados, cada uno a solas consigo mismo. Cuando nos despertamos, apenas hubo un cambio de palabras antes de la despedida. “Gracias”, le dije. Nunca más volvimos a vernos. Sin embargo, la memoria guarda un sentido poético. Más de dos décadas después, cada vez que se aproxima la medianoche del 31 de diciembre, no puedo dejar de evocarla, aunque no recuerde su nombre y su rostro se haya desdibujado en la bruma de los años. Me pregunto entonces si, lanzado a las calles sin rumbo alguno, no me la cruzaré en alguna esquina de la ciudad, rumiando su soledad como los dos la rumiamos durante años.

lunes, 21 de abril de 2008

Analízame

Mi analista suele decirme que busque dentro de mí un hombre posible, no un hombre perfecto. Es un razonamiento sabio y generoso, y suelo explicarme esa amabilidad cada vez que pago mis sesiones de terapia con la esperanza de volver a escuchar el arrullo de esa voz tranquilizadora. La malicia de la gente, en cambio, es infinita: “¿Hombre perfecto? No temas, no corrés riesgos”, me dicen. Mi analista me ha ayudado en eso de encontrarme con mis imperfecciones. Todos los viernes acudo a ese pequeño sabio para scuchar su palabra oracular. Llego con mis fantasmas a cuestas, entre los que ocupa un lugar destacado el de aburrirlo soberanamente con mis problemas de niño rico (es un decir) y mi vida más o menos sosegada. A menudo me tortura la idea de que está perdiendo el tiempo con mis tonterías, cuando podrías dedicar sus mejores esfuerzos a desarrollar una obra académica (acaso lo haga: nada sé de él) o, mejor, a sacar de su infierno personal a un desahuciado o a un suicida, o por lo menos a alguien que esté abrumado por un drama de verdad. “No se preocupe”, me dijo alguna vez, “nadie ha dicho que las personas que llevan una vida afortunada no sufran.” Me sentí algo estúpido, y sin embargo quise averiguar si no añoraba dedicarse a una obra más personal en vez de estar conmigo, apenas un neurótico más o menos saludable en eun mapa clínico que ofrece diagnósticos más complejos. Le pregunté cuál era su obra, y creí estar provocándolo. “Mi obra son las personas que no llegan aquí, a mi consultorio”, me dijo con suficiencia, “aunque comprenderá que hay algunas excepciones.” Comprendí de inmediato que no debía seguir espadeando como si intentase ser el paciente perfecto, y dejé correr la sesión hablando acerca de los hijos, el deseo y el precio de cierto éxito profesional, tres temas más o menos frecuentes para estómagos bien alimentados. Abandoné el consultorio preguntándome qué distancia me separa del hombre posible que puedo ser. Camino de la puerta del edificio, escuché el llanto apagado de un hombre, espié por el rabilo del ojo y ví el perfil del paciente que desde hace tiempo me sucede en el consultorio, es decir, el hombre que en apenas un segundo hace que mi analista se olvide de mí. “Este está jodido de verdad”, pensé. Salí a la luz tenue de un viernes a la noche, y me perdí en la ciudad.

viernes, 18 de abril de 2008

El Diego

Es un niño de capacidades especiales, padece un desorden neurológico. En la madrugada, suena el teléfono de su casa en General Deheza, un pueblo en el Sur de Buenos Aires. La voz del niño pregunta quién es, y un remolino de voces adolescentes se alza al otro lado de la línea: voces festivas, ruidosas, pura jarana. Lo invitan a acercarse a una casa vecina, y Dieguito va. Observa todo con asombro, con ojos embobados, extraño y admirado en ese espacio de clases acomodadas tan distinto de su casa humilde. La pequeña crónica periodística dice que uno de los amigos lo lleva al patio trasero, el grupo lo rodea, y uno de los muchachos rocía sus piernas con bencina. Tsssssssssss. Dieguito baila envuelto en una llamarada, el cuerpo se quiebra, pero se zambulle en la pileta de puro instinto y sobrevive a la broma. Sin embargo, nada cambiará sus sentimientos más íntimos (su sensación de soledad y desamparo, su necesidad de refugio y afecto), ni siquiera esa muestra de crueldad infantil. La historia la cuenta un viejo policía de la zona. “¿Sabe qué es lo peor?”, pregunta y no aguarda respuesta. “Que si vuelven a invitarlo volverá a ir. El sólo quiere tener amigos.”

martes, 15 de abril de 2008

El señor de al lado

Es un señor mayor, algo más de sesenta años, un aspecto respetable si entendemos por eso un par de náuticos sobre los que se erige el cuerpo consistente de quien se ha dedicado al deporte en los momentos de ocio que le permitió disfrutar su profesión liberal o sus actividades como comerciante, no lo sé. Estamos en la tribuna de socios de River Plate, separados apenas por una butaca, minutos antes de que comience un partido que pudo haber concluído en segundos sin que extrañáramos nada. El señor de al lado me mira una vez que ha comenzado el encuentro (ese cruce de miradas fugazmente cómplices que sucede sólo en las tribunas y que a veces, cuando el equipo obtiene un triunfo resonante, puede derivar en un abrazo firmemente masculino acompañado de llanto) y el juez de línea levanta su banderín para establecer un fuera de juego. Me mira, y dice: “Si es un negro, qué querés”. El señor de al lado extrae de su campera roja impermeable un pañuelo blanco de otro tiempo (rojo y blanco, el señor de al lado cuida los detalles del buen gusto), un pañuelo impecable, de seguro planchado por su esposa con esmero, y se limpia la nariz a la espera de una jugada que merezca su aprobación de plateísta histórico, él que ha visto jugar a Amadeo Carrizo cuando las butacas del señorial estadio eran habitadas por un público de galera y bastón, el mismo atuendo que parecían utilizar los atletas de la banda roja tan dados a la elegancia en el juego. El señor de al lado no ha dicho negro de mierda, una expresión que desmerecería la educación que recibió durante su juventud, pero ha añadido una figura curiosa de raro aire poético: “Es un negro”, ha insistido, “en cualquier momento va a vender chocolates”. El resto de la tribuna abunda en adjetivos ofensivos toda vez que discrepa con la decisión del árbitro o sus asistentes, la mayoría de ellos referidos a la inclinación sexual de los aludidos, con un gusto homofóbico que bien merecería la adhesión del señor de al lado, tan propenso a establecer a voz en cuello sus diferencias con aquellos que son distintos de él, pero expresiones tan castizas como gordo puto o algunos de sus derivados no parecen ser de su completo agrado. Prefiere mantenerse fiel a esa sola idea que ha esgrimido apenas comenzado el encuentro, y que ahora comparte no conmigo, a falta de eco, sino con un hincha de piel aceitunada y aspecto aindiado en quien, curiosamente, no reconoce diferencias étnicas sino todo lo contrario: son dos almas en pena que vituperan al juez de línea, al parecer un negro vendedor de chocolates. A todo esto el juego transcurre con monotonía, sin el aliento furibundo de los llamados borrachos del tablón, individuos que propician la violencia en el fútbol para escándalo del señor de al lado y de otros tantos como él, amantes del buen juego cuya práctica es apenas deslucida por decisiones como las del juez de línea. Pero la fortuna ha querido que sí esté en su butaca, en cambio, este simpatizante del fútbol de salón, admirador de Amadeo Carrizo pero no de los negros vendedores de chocolate.

jueves, 10 de abril de 2008

Lo inalcanzable

El amor, el deseo, la literatura, la muerte. Luis Gruss, escritor y periodista, acaba de publicar Lo inalcanzable (Las mujeres en la vida y la obra de Franz Kafka, Fernando Pessoa y Cesare Pavese). Ninguno de ellos, dice, pudo entrar al terreno firme que solemos llamar realidad. Ninguno pudo establecer lazos estables con los demás, con el tiempo en que transcurrieron, con la vida en general. Les costo especialmente acceder a las mujeres, tanto en el plano sexual (si es que existe en estado puro), como en el terreno afectivo. Añade Gruss: “Nada es alcanzable en su totalidad, ni siquiera aquello que en principio se obtiene a manos llenas y se retiene por un tiempo… Me concentré especialmente en las mujeres porque veo en ellas una imagen posible de lo inalcanzable, una metáfora perfecta de todo lo que se procura obtener con inapagable sed de absoluto: el amor, la realización de los sueños, el placer de vivir y convivir con plenitud. Pero eso tan deseado se ubica siempre un poco más allá o más acá de lo esperado… Hay algo que falta (siempre) y algo que siempre se ofrece aun bajo a forma de espejismo para compensar la carencia. Existe como trasfondo una pulsión de vida, muerte, pasión y resistencia”.

La intimidad de la guerra

Sólo tengo en casa un libro de fotografía. Es de Robert Capa, una serie de imágenes sobre la guerra: la captura del momento, la belleza de lo efímero cristalizado en ese instante. Son imágenes bellas y lacerantes, una poética del dolor. En otros tiempos, cuando este mundo sea otro, otros hombres vislumbrarán nuestras vidas observando esos espejos de la memoria. “Es un modo de vencer a la muerte”, me respondió hace muchos años un fotógrafo cuando quise saber qué era la fotografía, “es un modo de detener el tiempo”. Una quimera, entonces. Hace dos días conocí la imagen que acaba de obtener el Premio Pulitzer de fotografía: muestra a un camarógrafo japonés tendido en el pavimento, durante los disturbios de Myanmar, ex Birmania, en 2007, mientras captura la feroz represión de las fuerzas de seguridad durante las masivas protestas lideradas por monjes budistas. La toma pertenece a Adrees Latif, de la agencia Reuters; el camarógrafo, que como tantos otros corresponsales de guerra prefirió aferrarse a su profesión antes que huir del peligro, murió pocos minutos después. Es una imagen conmovedora aunque no sea nueva. En 1936, cuando cubría la Guerra Civil Española, Robert Capa registró con su cámara Leica el instante en que un combatiente republicano era abatido en Córdoba: publicada en la revista Life, Miliciano herido de muerte es la foto más famosa de Capa, entre las muchas que tomó como corresponsal en la guerra de Indochina, la fundación del Estado de Israel o el desembarco en Normandía. Estaba ahí, en el momento preciso, y su alto compromiso emocional con aquello que registraba lo convirtió en mucho más que un testigo de su tiempo. Murió en 1954 en Thai Ninh, en territorio vietnamita, cuando piso una mina. Capa es uno de los grandes retratistas de la guerra, un maestro de la composición que consiguió capturar con sus imágenes el drama humano de seres anónimos y la intimidad del dolor en el vasto y desolador escenario de la guerra. Como tantos de sus colegas (como George Rodgers, Walker Evans o Weegee, pero sobre todo como Henri Cartier-Bresson, una celebridad de estatura artística parecida), Capa detuvo en sus imágenes lacerantes ese tiempo de barbarie, y su enorme sensibilidad de humanista convencido rindió tributo a los pequeños seres anónimos que oculta ese vasto espectáculo de la muerte que es la guerra.

martes, 8 de abril de 2008

Queremos tanto a Scarlett

El truco es conocido: un grupo de editores se reúne en torno de una mesa y pregunta quién es la chica del momento. Comienza entonces una extraña danza de gustos personales durante las que ese grupo de expertos observa una sucesión de fotos con mirada de ontomólogo, en busca de los beneficios de caderas, culos y tetas, en primerísimo término, aunque luego, en segunda ronda, pueden asomar matices que le conceden al gran jurado un aspecto menos primario y más civilizado. Durante las últimas dos décadas, el reino de la belleza femenina (aunque la idea de belleza no siempre tienen grandes posibilidades de éxito frente al menos prestigioso pero contundente concepto de lo caliente) tuvo dos monarcas: Angelina Jolie y Scarlett Johansson, la primera la suma de todas las perfecciones del cuerpo, la última la mujer que amamos amar, para utilizar la expresión acuñada por GQ. Es inevitable: cada vez que aparece una nueva sesión de fotos de alguna de ellas, sentimos que en ese instante nos enamora, nos mira a los ojos, nos susurra en el oído, nos muerde en el cuello, nos acaricia los muslos, y así. Sucede que lo hacen con una legión de hombres -seductoras seriales, mujeres antropófagas-, pero cada uno de nosotros (hombres débiles, bah) cree que se trata de algo personal. La que acaba de reaparecer es Scarlett, musa inspiradora, que, además, canta. Y no entregándose a un repertorio plagado de hits, sino como lo que todos deseamos que sea: una chica cool capaz de tomar riesgos artísticos. Scarlett acaba de anunciar que editará un álbum con temas de Tom Waits. Lo único que conocíamos de ella en territorio musical era su versión de Summertime (espléndida entre las más de 2600 versiones del célebre tema de George Gershwin que es parte de Porgy & Bess), inlcuída en el álbum Unexpected Dreams: Songs From the Stars. Lo demás era esa imagen eterea en El hombre que nunca estuvo o en la primera secuencia de Match Point. Y ahora llega esto: un disco de raro lirismo, con David Bowie como invitado, que la pondrá una vez más en boca de todos.


viernes, 4 de abril de 2008

El sueño eterno

“Los veo moverse por última vez en el resplandor del cierre, soñando la revista perfecta con la inútil obstinación de Sísifo: apenas reciban los ejemplares de prueba de la nueva edición, sabrán una vez más que no la han conseguido, pero volverán a intentarlo porque en esa terca búsqueda de la perfección (y acaso de alguna forma de la verdad) escribirán un capítulo nuevo de sus maravillosas biografías.” Han transcurrido muchos meses desde que escribí esa despedida de Rolling Stone, cuando en el número 100 de la publicación dejé la dirección editorial en manos de Ernesto Martelli. Pero sucede que hoy se cumplen 10 años desde su nacimiento en nuestro país, de modo que no tengo más remedio: es tiempo de echar una mirada atrás. Tengo la fortuna de que mi oficina sea lindera a las mesas de trabajo de Rolling Stone. Es un privilegio, porque allí se producen algunas de las mejores creaciones periodísticas, producciones fotográficas y piezas de diseño de este país. Sin embargo, en la hora de la inevitable melancolía, no es tanto eso lo que importa. Lo esencial es más bien la nobleza y la pasión con que los alquimistas de Rolling Stone llevaron adelante esa magia durante todos estos años. Lo esencial es la búsqueda de la verdad, la conquista de la belleza: detrás de la pompa de los retratos fantasiosos de las estrellas de rock, detrás de los andamiajes sobre los que se monta el artefacto pop, está la vocación por observar el mundo y comprenderlo, y acaso la más firme voluntad de que todos (los lectores, pero también quienes llevamos adelante la labor periodística) seamos un poco mejores cada día.

domingo, 30 de marzo de 2008

Eramos tan vírgenes

Un hombre ha muerto. Se ha llevado consigo un enorme conocimiento acerca del mundo. Miró la vida desde una butaca de cine, intentó comprenderla en las páginas de una vasta biblioteca. Conocí a ese hombre hace treinta años, en una sala cinematográfica donde se reponía Que viva México de Serguei Einsestein. Yo era un joven estudiante de periodismo y fatigaba a diario pequeñas salas donde me deslumbraba con la frondosa imaginación de las películas de Luis Buñuel, Akira Kurosawa, Luchino Visconti o Francois Trufaut. Ese hombre me abrió las puertas de una redacción. “Mostrate dispuesto a hacer cualquier cosa, pero todavía no crítica cinematográfica”, me dijo con amabilidad, un poco porque reverenciaba ese género al que dedicó su vida y otro tanto porque la modestia de mi formación intelectual era visible. Desde luego, no le hice caso: a los 20 años somos capaces de llevarnos el mundo por delante (o eso creemos) y conviven en nosotros el coraje, la soberbia y la impunidad de ser jóvenes. En esa vieja redacción conocí a mis mejores maestros. Claudio España fue uno de ellos. Durante tardes enteras lo escuché con un interés que entonces fui incapaz de demostrar, quizá porque nunca, a pesar de ambos, pudimos construir un puente afectivo que nos uniera. Pero aun en esa distancia aprendí de él parte de lo que sé. Amaba el cine acaso más que la vida misma, vivía en una pantalla como el protagonista de La rosa púrpura de El Cairo. Apenas conocí la noticia recordé la muerte de Martín Muller, otro de los maestros que acompañó mis primeros años de formación. Ambos eran dueños de una portentosa formación humanista, y nunca sé responderme adónde irá ese conocimiento ahora que ellos no están. Mi único mérito en ese entonces era la ignorancia, o en todo caso la curiosidad con que esperaba vencerla. En el viejo bar de La Nación, una tarde tomábamos café y Martín me sometió a un pequeño interrogatorio que guardo entre mis mejores recuerdos. “¿Leiste a Chéjov?”, quiso saber. “Todavía no”, respondí. “¿Escuchaste la Quinta de Mahler?”. “No, no escuché a Mahler.” “¿Y has visto la obra de Kandinsky?” “Tampoco, Martín, no la conozco.” Martín sonrió pacientemente, dio un suspiro y dijo: “No sabés cuánto envidio toda esa virginidad. Tenés por delante la maravilla de la primera vez: la primera vez que leas a Chéjov, escuches Mahler o veas un Kandinsky. Luego nunca será igual.” Tenía razón.

viernes, 28 de marzo de 2008

Música en libertad

“¿Vos escuchás Led Zeppelin?”. Mi hijo dice sí con esa voz teatralmente grave que es pura impostura en la preadolescencia de los 10 años, mirándose el pecho, las imágenes de Zep transportándolo a sus primeras rebeldías. “Mmm…, interesante”, responde el profesor de batería de aire dark. Es su primera clase de música, y se ha calzado la remera de Zep como toda una declaración de principios. Yo sonrío, y con la sonrisa me llegan los recuerdos de mi primera adolescencia, cuando los discos de Deep Purple le abrieron un mundo nuevo al educadísimo niñito de clase media que asistía a un colegio inglés. Fue Purple, y después el rock sinfónico, y luego los Beatles, y pasó mucho tiempo hasta que llegaron los refinamientos del jazz y la música clásica. Mientras lo aguardo en un bar, me pregunto qué hubiera sido de mí sin aquellos embates musicales en los que comencé a escuchar nuevas voces que fueron dándome una voz propia: la voz de la libertad y la rebelión. “Toqué la batería, pá”, me dice a la salida, los pies agitándose como demonios, las manos redoblando el aire de la noche, y entonces recuerdo la potencia de Ian Pace (Deep Purple) y John Bonham (Zep), y las sutilezas de Nick Manson (Pink Floyd) y Bill Bruford (Yes), y las discusiones con mis compañeros por imponer quién era el mejor, y las largas sentadas en el cuarto del compañero de colegio que conseguía discos importados. Todo era sueño, todo era porvenir. “Buenísimo”, le digo, y mientras ensaya sus primeros redobles sobre las rodillas con pitucones me prometo que apenas llegue el fin de semana revisaremos discos juntos, le haré escuchar a mis héroes de entonces, le contaré mi propia adolescencia y mis intentos fallidos con el piano, le diré que está a punto de empezar a ser libre, o a soñar con la libertad como si esta fuera posible, y cantaremos a los gritos Escaleras al cielo mientras trepamos el futuro.


martes, 25 de marzo de 2008

Papiros digitales

En un diario del fin de semana, no recuerdo cuál, se menciona un viejo tema que desde siempre inquieta a quienes producen textos: el precipicio de la página en blanco. Leo con interés, porque la sola idea de actualizar este blog diariamente me enfrenta a esa sensación de vacío, parado frente al abismo, sin nada que decir que valga verdaderamente la pena. En estas tres primeras semanas, las pequeñas observaciones acerca de hechos puramente periodísticos han convivido, no sé si naturalmente, con registros aún más pequeños de la vida personal. Durante estos días, compartí un momento de lectura con uno de mis hijos (yo con Sale el espectro de Philip Roth, él con su Harry Potter), lo registré en un par de fotografías domésticas y pensé en contar ese momento de maravilla. Me detuve entonces en las trampas del narcisismo o la vanidad, que tan a menudo nos hacen compartir con los lectores episodios cuya luminosidad fulgura en la intimidad del hogar, para apagarse apenas toma contacto con el mundo exterior. La blogósfera abunda en bitácoras personales, producto de una suerte de big bang que en poco tiempo dispersó millares de pequeños planetas en esta extraña galaxia. Muchas veces sorprende al lector (o al navegante, para decirlo de modo más riguroso) la hojarasca de una vida sin interés para el prójimo o el polvo del exhibicionismo personal. Pero también la literatura va encontrando su lugar en esa galaxia, sobre toda la obra oculta de escritores cuyos textos difícilmente hubiera descubierto la maquinaria de las editoriales, con sus esquemas de negocio tan poco dados a la exploración de nuevos autores. (Orsai, el blog de Hernán Casciari alojado en el segmento de Narrativas, es un ejemplo afortunado de producción de relatos.) Me dicen que acaso el Diario de un editor debiera dar cuenta de otros episodios de la vida de los medios, como parece prometerlo desde su título. Es probable que la sobrepromesa frustre a algunos. Pero, en todo caso, quiero entender este espacio del mismo modo en que vislumbré el periodismo hace treinta años, cuando me acerqué a la profesión: una excusa, apenas, para tomar contacto con otros mundos distintos del mío. Cuando era niño soñaba con ser director de orquesta, fascinado con la posibilidad de armonizar decenas de voces en busca del maravilloso sonido de una voz colectiva. Quizá la construcción de un blog tenga algo de ese milagro de la creación artística (con sus hipertextos y sus enlaces recomendados, con sus videos y fotografías, con sus músicas y sus redes sociales) aunque sea menor su ambición y aunque estas anotaciones de un viajero lo vuelvan fugaz e irremediablemente olvidable. Sin embargo, los arqueólogos de otro tiempo encontrarán en estos planetas minúsculos las piezas de una rara cartografía para comprender el pasado. Será tarea de esos navegantes del tiempo separar la paja del trigo, y leer con astucia los papiros digitales en los que los hombres, ahora, inscriben su historia.

lunes, 17 de marzo de 2008

Jazz en París



Si tienen tiempo alguna de estas noches, cualquiera de los discos de la colección Vogue es una fantástica compañía. En los años 50, París fue refugio de algunos de los jazzmen norteamericanos más exquisitos de ese momento de fulgurante modernidad. Casi todos ellos (Dizzy Gillespie, Thelonious Monk, Johnny Hodges, Coleman Hawkins) encontraron en ese país un respeto artístico que sólo les sería dado con el paso de los años en los Estados Unidos. Charles Delauney, crítico de jazz francés, fue el responsable de reunir esas grabaciones magistrales, que incluye rarezas como el álbum de Martial Solal (responsable de unos cuantos soundtracks del cine francés, incluído el de Sin aliento de Jean-Luc Godard) y el de la excepcional pianista Mary Lou Williams. En el video, el Mary Lou Williams Trio interpreta Persian Rug.

Quemá esos libros

Un amigo me muestra un dispositivo al que llama e-book. Me dice que es una biblioteca virtual que en poco tiempo más alojará cientos de libros en el ciberespacio. Leo en El País de Madrid (lo leo en su edición digital) un espléndido informe que es nota de tapa de Babelia. Se dice allí que existen en el mercado, ya, varios dispositivos en los que convergen internet, la telefonía, el MP3 y el GPS. Y los libros, claro. Animal crecido en la jungla del papel, me consuelo las grandes quemas de libros ocurridas en las últimas décadas: en la plaza de la Opera de Berlín durante el nazismo (“en la Edad Media me habrían quemado a mí”, se resignaba Freud), el saqueo del Museo Arquelógico de Bagdad durante la invasión norteamericana a Irak y la incineración de la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina en Sarajevo. Se quemaron libros en casi todas las épocas, claro, se escribieron índices de libros prohibidos y aun los intelectuales y pensadores demostraron que esa forma de la ignorancia no proviene sólo del fanatismo religioso y la opresión ideológica. Descartes pidió a sus alumnos que destruyeran los volúmenes anteriores a su Discurso del método, David Hume abogó por la quema de los manuales de metafísica, los futuristas de comienzo de siglo pasado propusieron sin más la extinción de las bibliotecas y Vladimir Nabokov, en un gesto de provocación intelectual e incorrección poética, quemó un ejemplar de El Quijote ante seiscientos alumnos durante una de sus clases en el Memorial Hall, en Massachusetts. Es el mismo Borges quien nos brinda algún consuelo poético cuando en La biblioteca de Babel cuenta que algunos hombres vislumbraron que lo primordial era eliminar obras inútiles y se entregaron a desaparecer esos volúmenes. Sin embargo, escribe Borges, no han podido percibir que “la biblioteca es tan enorme que cualquier reducción de origen humano es infinitesimal”. La memoria es más larga que cualquier forma de la ceguera. Y más, claro está, en tiempos del gran archivo digital.

viernes, 14 de marzo de 2008

Sexo disidente

¿Espejo narcisista de la comunidad gay o herramienta que promueve una sexualidad plural? La aparición de Soy, suplemento del diario Página/12 acerca del sexo disidente, es un verdadero gesto político. Quizá se trate de la decisión editorial más audaz en un medio de alguna penetración masiva, por fuera de publicaciones militantes destinadas a la comunidad gay, como lo son Guapo e Imperio. Soy ensaya una mirada sobre el lifestyle gay, no exenta de humor e ironía, pero también entrevista a Raúl Zaffaroni en un intento por comprender las barreras que establece una sociedad desconfiada y ancestralmente reaccionaria. El testimonio es interesante en sí mismo, y contiene observaciones muy sutiles. Cuando le preguntan si podría compararse la negación de derechos civiles a lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales con las que padecen otras minorías, el juez señala: “Sin duda hay un claro paralelo, aunque no reiteración, porque las situaciones no son idénticas. El paralelo proviene de que las ideologías racistas o discriminatorias lo son en bloque, o sea, consideran inferiores a todos. Para los nazis e integristas norteamericanos, son inferiores todos los que no se parecen a ellos. La reacción antidiscriminatoria es siempre sectorial, cada uno combate contra su propia discriminación, e incluso discute con el otro discriminado, porque su discriminación es peor, y también se vuelve discriminador”. Durante la última década, ha sido importante la incorporación de lo homosexual en la producción cultural así como su difusión en los medios de prensa; no lo homosexual reducido a una marioneta ridícula o como símbolo de la marginalidad y la perversión, no lo homosexual como expresión utilitaria del llamado pink market, sino como parte de una cultura de la diversidad y un conflicto propio de la condición humana. Ese es el aporte de Soy, por encima de sus hallazgos o límites puramente periodísticos.

jueves, 13 de marzo de 2008

El día que murió la risa

Entonces me puse a pensar en quienes me han hecho reir todos estos años. En Groucho Marx y Charles Chaplin, en Buster Keaton y Jerry Lewis, en Don Adams y Woody Allen y Mel Brooks y todos los demás. En los mediodías de la infancia con Moe, Larry & Curly, en los chistes inocentes de Pepe Biondi, en el paso de comedia elegante de Dick van Dyke, en en el disparate sofisticado de Monthy Python. Me he reído mucho aun en tiempos oscuros, y siento una deuda de gratitud con todos ellos. He pensado esto ayer en la noche cuando la televisión argentina rendía tributo a uno de sus humoristas más brillantes el día de su muerte. He pensado qué pena, habiendo tanto hijo de puta por ahí, que se haya ido con su humor filoso pero también pura ternura, porque había ternura y disimulada melancolía en los ojos de Jorge Guinzburg, había una ligera tristeza de payaso que lo volvía entrañable y conmovedor. He pensado todo eso, como tantos de ustedes y de quienes derrocharon cariño en los sitios saturados de internet, y presa de mi oficio intenté ponerle un título a la noticia, encontrar una idea o un sentimiento aprisionado en veinticinco caracteres, tenés 10 minutos para entregármelo, como sucedía en los tiempos en que trepaba a la Olivetti en pleno cierre para despedir a figuras del espectáculo si la nota necrológica no había sido preparada, como ocurre muy a menudo, con anticipación. Y fue entonces cuando recordé la escena, un kiosko con el último ejemplar de Time recién llegado a Buenos Aires una semana tristísima de diciembre de 1980, y el título de la portada pegándote en los ojos: THE DAY MUSIC DIED.