lunes, 11 de agosto de 2008

Graciela

Cuando era adolescente husmeaba en librerías de viejo en busca de ejemplares que tuvieran dedicatorias personales y anotaciones en los márgenes. Eran piezas raras, porque rara vez nos desprendemos de un libro que nos ha sido dedicado con algún afecto. En esas líneas escritas a mano alzada encontraba la semilla de historias imaginarias alimentadas por mi curiosidad juvenil: eran siempre dos o tres líneas que develaban amores encendidos, amistades profundas o admiración. A veces se trataba apenas de un nombre, acaso de una fecha. Otras, las anotaciones junto al texto (discretas en algún caso, en otros abundantes al punto de conformar casi un libro aparte) daban pistas acerca del dueño original de ese volumen. En esas notas al pie o en las líneas subrayadas por el lector consta una mirada del mundo, y en cierto modo sirven como una hoja de ruta para leer esa historia. Yo mismo sostuve esa costumbre durante algunos años: estampar mi nombre en las páginas del comienzo como un modo de apropiarme de ese ejemplar para siempre, y dejar mis comentarios en los bordes superiores de la página, comentarios que muchas veces releo como un modo de recordar mis observaciones de otro tiempo y revisar mi propia biografía. Pensé en esta vieja costumbre una de estas tardes cuando una amiga recién separada me contó lo siguiente: una noche, cuando su marido estaba por abandonar la casa que habían compartido durante quince años, se despertó de madrugada, bajó al living en puntas de pie, buscó cuatro o cinco biromes diferentes y, en la soñolencia del falso insomnio, acometió la tarea de firmar aquellos libros que deseaba retener como si fuesen propios; puso su nombre en unos cuarenta ejemplares que hoy están en su vasta biblioteca. Ese mismo día una compañera de trabajo tenía un ejemplar de Vila Matas (París no se acaba nunca, un homenaje nada secreto a Hemingway) sobre su escritorio, y en los márgenes había anotaciones hechas con dos escrituras distintas: tanto ella como su marido habían dejado sus impresiones en distintos momentos de una novela que leyeron casi al unísono. Hace muchos años, durante la separación de mi primera mujer, una tarde nos sentamos los dos frente a libros y discos para dividir las aguas. La escena está entre las más conmovedoras que compartimos: durante horas, intentamos convencernos el uno al otro de que algunas de las piezas que guardábamos celosamente (los discos de Caetano Veloso, los Cuartetos de Brahms, los libros de Sartre y Camus plagados de anotaciones, entre tantísimos otros) debía quedárselas el otro, aun a sabiendas de que originalmente no le pertenecían. Lloramos como niños frente a la biblioteca blanquísima que ocupaba una pared entera de un departamento de Belgrano. Ese momento de amorosa generosidad selló para siempre nuestra relación. Cuando recorro los anaqueles de libros y discos, cada tanto ella reaparece en una melodía de Caetano. El tiempo no ha derrotado esas complicidades.


2 comentarios:

Laura Pintos dijo...

Yo también un día dejé todos mis discos como demostración del amor que alguna vez hubo. Aún hoy sigo echando de menos (necesitando) algunos de ellos, pero volvería a dejárselos como castigo autoimpuesto. O tal vez fue, simplemente, para evitar esa separación de bienes tan dolorosa.
En cuanto a los libros hubo una época en que ponía mi nombre, la fecha y el lugar donde lo había adquirido en la primera hoja. Cuando comprendí que no podría cargar toda la vida con ellos decidí liberarlos de mi marca.
Saludos.

p.d. alvarez dijo...

Las divisiones de bienes no pueden con las cargas afectivas de estos bienes.

Así, el dolor que provocan los huecos en las discotecas es casi hermano del que provoca escuchar "O quereres" sin la mujer amada.