viernes, 30 de mayo de 2008

Mr. Músculo

Treinta minutos de bibicleta, diez de cinta en plano inclinado de veinticinco grados, cuarenta y cinco minutos de aparatos. Ciento sesenta abdominales diarios. Espinales, dorsales, pantorrillas, cuádriceps, trapecio, pectorales, dorsales, femorales. Diez sprints marcha atrás y diez en zigzag para la resistencia de piernas. Ocho minutos de bolsa: recto de derecha, uppercut de izquierda, gancho de derecha, y así. Ughhhh. Cinco minutos de elongación. Agua mineral para recuperar energías, reponer minerales y no incorporar azúcar extra. Ducha y a trabajar. ¡Ey! ¿Es que nadie notó mis esfuerzos de los últimos días? ¿Es que no han notado la grasa que quemé esta semana ni la masa muscular que conseguí? Ni un gesto minúsculo de aprobación. Mi personal trainer me ha prometido el Paraíso, es decir, me ha dicho que si soy consecuente con la rutina de entrenamiento y consigo cumplir una dieta razonable seré otro. Otro: un individuo saludable y atractivo. “Vos sos, además, un hombre sensible”, se burla un amigo de toda la vida. “Sos el atleta y el poeta, el ideal griego.” No le pego porque es un alfeñique. “No seas turro”, me defiendo, pero en el fondo tiene razón. Me imagino montado en la bicicleta fija leyendo algún librito de Sartre o McEwan (Sartre sigue dando bien, me aseguran los observadores del coqueteo amoroso-intelectual, los cuarenta años del Mayo Francés lo han puesto de nuevo en el ranking) y quemando grasas... Ella (mi entrenadora es mujer, no creo habérselos mencionado) observa cada uno de mis movimientos con un distanciamiento profesional, pero yo escrudiño esa mirada en busca de un brillo, invisible para los demás, en el que creo descubrir la insinuación y el deseo. Sigo cada indicación, obediente, y cada anto me viene a la mente la imagen de una espléndida dominatrix. “Estás fantástico hoy”, me dice, muy perra, y esas tres palabras revolotearán en mi cerebro el día entero. “Tu mujer va a saber aprovecharlo.” Dicen que el gimnasio es cosa de narcisistas, cuando no de onanistas. No es una idea cómoda de llevar, pero déjenme recordarles una frasesita de Woody Allen: “No hablen mal de la masturbación, es sexo con alguien que amo”. En cuanto al narcisismo, algo de eso es cierto. Es divertido -es inevitable, antes o después- observar a los otros en el espejo y controlar los progresos propios. “¿Vos hacés eso? Me estás jodiendo”, ataca mi amigo. Le digo que es un acto reflejo, mientras me acompaña a una tienda a comprar una remera dry fit de Puma “Podés comprarte el buzo clima proof de Adidas”, me dice leyendo la etiqueta. Sabe que llego a la bicicleta fija impecable y enfundado en indumentaria deportiva de última generación, y si es con tecnología aplicada, mejor. ¿Rendimiento deportivo? Lo veremos después. Lo que importa ahora (ahora es el momento del ingreso, cuando el mundo se detiene, los cuellos tuercen y los ojos se posan sobre el recién llegado para saber si se trata de un habitué o de un forastero) es cumplir con la última recomendación del mercado en materia de dress code.

martes, 27 de mayo de 2008

Dancing Queen

Cuando estás ahí, en medio de la marea humeante de torsos desnudos y lenguas de fuego, de manos lascivas y miembros ardientes, cuando la multitud ulula en las calles al ritmo hipnótico de la música electrónica y todo se parece a los ardores de un orgasmo, sentís que este momento es irrepetible. Más de dos millones de personas son protagonistas de la Gay Parade, un fenomenal evento colectivo que celebra la diversidad sexual. Estás montado en un trío eléctrico, recorrés las calles de San Pablo en un camión carnavalesco en cuya cumbre se agita un grupo de drag queens (altísimas, imponentes, las pestañas y la melena postizas, los cuerpos bañados en purpurina) y sentís el calor de la piel encendida como brasa de gays y lesbianas. Los ves entregados a la coreografía de un erotismo enérgico que te recuerda la violencia sexual de las peliculas de Pasolini y Fassbinder, sus juegos de dominación y sometimiento, dos gladiadores procurando doblegarse el uno al otro con la sola fortaleza que otorga el deseo físico. El trío eléctrico serpentea por las calles atestadas de gente, y de cuando en cuando ves réplicas de Lou Reed y Prince entre la multitud, y creés escuchar Welcome to the Pleasure Dome de Fankie Goes to Hollywood o Erotica de Madonna o Money, Money, Money de Abba. La ciudad entera acompaña el paso de los camiones: las parejas gay XXX ofrendan su danza erótica a los dioses encaramados en la cúspide del trío eléctrico y los padres bailan junto a sus niños. Besos de lengua en los que se entrechocan los brackets, muchachitos que se abren a una experiencia nueva. Leés los rostros de las personas, una tarea poética que habitualmente cultivan los actores, porque como ha escrito Rubem Alves en Folha de Sao Paulo “los rostros son objetos oníricos: hacen soñar”. Dos abuelos observan la escena desde detrás de un ventanal, intentan comprender este tiempo que no les pertenece ya. Mientras, la procesión trepa la calle Consolacao, que bordea el cementerio. En la fachada de una iglesia evangelista, adonde multitudes de paulistas diariamente buscan la salvación de sus almas, un cartel promete: DIOS TE AMA. Y entonces recordás el tatuaje de aquel ícono de la canción gay francesa: ONLY GOD JUDGE ME (Sólo me juzga Dios). Una drag queen desciende de la cima del cabaret erótico, pero no lo hace con el garbo de las grandes divas sino con paso vacilante. Ves como un asistente le saca el penacho que la había hecho princesa y le quita los guantes, y, cuando las lentejuelas se esfuman, las lágrimas caen desde las pestañas postizas y el rimmel mancha el rostro crispado y, acaso, asoman la soledad y la sensación de vacío. Sonreís, regalándole consuelo, pero la princesa desaparece en la negrura del backstage. Suena Dancing Queen, la ciudad es un fiesta.

viernes, 16 de mayo de 2008

Que 50 años no es nada

Lo miro, pobre: 50 años, y la vida se ha apagado para él. Tiene ese andar soñoliento, ese modo de llevarse a sí mismo a desgano, apegado a una rutina sentimental sin sorpresas, como si durante el último medio siglo la vida lo hubiese apaleado sin pausa. “Estás tremendo hoy”, le digo apenas terminamos el partido de tenis en el que fue apenas una sombra de sí mismo. “No tengo ganas de jugar, no tengo ganas de nada”, dice sin ganas la sombra, y lo invito con una Stella Artois a ver si le devuelve el alma al cuerpo. Dos horas después, me habrá dicho que está íntimamente quebrado. “Leé esto”, y me tiende una revista dominical que lleva en el bolso, y lo que leo es un texto en el que Rosa Montero retrata el mapa emocional de los hombres que van camino de los 50 años, ese momento en que la vitalidad no sólo comienza a debilitarse en el cuerpo sino en nuestras mentes, y en el que creemos que ya nada será como antes, ni la curiosidad que nos despierta la vida ni la voluntad para aprender cosas nuevas ni el coraje para experimentar y arriesgarnos a emociones desconocidas, ese momento en que el futuro comienza a aparecernos por dtrás. “Vamos, que hay cosas peores”, le digo. “Sin ir más lejos, los 60.” Me manda a cagar, qué menos. Para un hombre como él (un hombre de cierto éxito profesional, que disfruta de una familia estable) sentir que la vida es apenas una meseta y no ya la pendiente que debe escalar para hacer cumbre es una mala noticia. Adiós adrenalina, adiós Mr. Vértigo, la vida no es más una aventura. Rosa Montero dice que no se trata sólo de hacer gimnasia para mantener en forma el cuerpo, qué va: hay que practicar esa otra gimnasia del pensamiento, de la curiosidad y de las emociones. Pero tanta ejercitación puede tener efectos secundarios indeseados. Algunos hombres escapan de esa abulia energizándose con una muchacha de 20 años, un cuerpo cimbreante que lo pone de nuevo en carrera. “No seas turro”, dice la sombra, una mueca parecida a la sonrisa lo saca un segundo de la amargura. “Voy a terminar como el personaje de Lolita.” Insisto en que todo puede ser siempre peor: “Acordate de Una vez en la vida, el tipo se enamora de la novia de su hijo.” Nos reímos. Le pregunto al viejo estudiante de Filosofía devenido analista de marketing si puede desmenuzar el desaliento. ¿Angustia por el sinsentido de la vida? ¿Temor a la muerte? ¿Falta de fe en una vida trascendente? Cenamos en El Viejo Norton, cerca de la estación de Vicente López, un bolichito sin más aspiraciones que la de comer bien y sano, y arriesgo entonces que la vida tendrá algún sentido mientras existan patas de cordero como la que nos estamos devorando. “Hay algo de reloj biológicom que se ralenta, hay algo de energía que se pierde en el camino y hay mucho que no entiendo. Está la sensación de que he llegado a alguna parte, una carrera, una familia, unos cuantos placeres, incluído el de una vida sexual plena sin viagra. Y entonces me pregunto ahora qué.” Sirvo un Catena Zapata. Reencontrarse con el deseo, le digo, ésa es mi respuesta. “Joder”, espadea el muy hijo de puta, “seguro que antes del tenis fuisteb a análisis o leíste algún librito de Bucay.” Cito a Montero: no hay un desafío mayor, un reto más aventurero que el de seguir estando enteramente vivo día tras día. La pata de cordero y el Catena, al menos, le dan la razón.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Balas en la lengua

La vida merece ser vivida por escenas como ésta: un hombre que fue niño le regala a su madre emocionada su crecimiento profesional, le entrega la certeza de que ya se ha hecho hombre ganándose un lugar en la vida, le obsequia la tranquilidad de saber que el muchachito que se marchó del nido familiar en Mendoza con el sueño de cambiar el mundo ha conseguido más que eso: cambió su vida para siempre, se forjó un destino. Cuando lo conocí, Juan O. traía como carta de presentación una crónica afiebrada sobre el crecimiento de la música hip hop en los barrios periféricos de Buenos Aires. Era una pieza algo desmañada, como corresponde a los años jóvenes en que todo es vértigo y exploración de un estilo, pero había en ella una sinceridad y una potencia inusitadas. Juan eligió para ese texto inaugural un título que anticipaba su estilo furibundo, y un uso del lenguaje que traducía con crispación contenida las furias de su generación: Balas en la lengua. Llegó a la redacción montado en su tabla de skater, el rostro cetrino enmarcado en una maraña de dreadlocks, los ojos encendidos de curiosidad y una nobleza de corazón que muchas veces tropezaba con la ingenuidad. Es uno de los mejores de su especie, y hace algunos días alcanzó una posición de privilegio en su profesión: es editor de Rolling Stone, algo con lo que soñó durante buena parte de su vida, es decir, durante los últimos cinco años. Escribí un mail dirigido a toda la redacción, en el que compartí con sus compañeros la sencilla felicidad de ver crecer a un muchachito de mirada doliente y convicciones firmes que consiguió algo de lo que alguna vez estará orgulloso: creció sin alejarse de sí mismo, atento a las exigencias de la vida diaria de la redacción pero sobre todo sin perder de vista los dos o tres principios que llevaba como equipaje cuando con tan sólo 20 años se instaló en una pensión de Buenos Aires. Esta tarde me agradeció esas líneas del mejor modo que pudiese imaginarme: le había reenviado el mail a su madre, me contó, como un modo de agradecerle las libertades que ella le concedió en medio de las rebeliones de la adolescencia, y su madre había difundido la noticia entre sus compañeros de trabajo como sólo una madre puede hacerlo, hinchada de orgullo y pensando que ahora sí, ahora lo ha conseguido, su hijo tiene un lugar en el mundo. Mientras lo escuchaba, recordé mis comienzos en el oficio, cuando llegué a una redacción llevado por la recomendación de un amigo de mi padre. El hondo silencio que me separó de mi padre hasta su muerte hace siete años, apenas interrumpido por la conversación en torno del deporte, no impidió que haya sido él, desinteresado como estaba de mi vida diaria y de mi destino, me recomendara como un aspirante a periodista en una redación. Al cabo de los años, una tarde de sábado, cuando agonizaba y la despedida comenzó a erigirse entre nosotros obligándonos a sincerarnos, me pidió que abriera un viejo portafolio marrón, el viejo portafolio que lo acompañó toda su vida de viajante de comercio, olvidado en un rincón del ropero. Cuando lo abrí, unos veinticinco años después de empezar mi carrera, encontré una serie de recortes amarillentos de diarios y revistas que llevaban mi firma, es decir, su apellido. Le pregunté por qué nunca me había mostrado esos papeles, por qué me había privado de ese modesto gesto de amor paterno, y no supo responderme, como había sucedido siempre. Años después, entendí que había hablado con el lenguaje del corazón, aunque ya fuera tarde. Juan O. ha tenido mejor fortuna, y la merece. Cuando me cuenta el itinerario victorioso de su madre por los escritorios de sus compañeros de tarea -una mujer madura que ha dejado que su hijo adolescente soñara con ser entrenador de delfines o periodista, es decir, una madre que le ha dado a su hijo la oportunidad de ser libre y labrarse un destino-, me gana una emoción extraña, y la imagino sentada en un rincón de su casa mendocina leyendo las crónicas filosas de su hijo una y otra vez, ajena a las iridiscencias del rock pero conmovida por haberle concedido a su muchacho algo tan parecido a la felicidad de ser libre.

martes, 6 de mayo de 2008

La lectora

Ella (un enigma: jean y zapatillas, el rostro sin maquillaje, un trench que la abriga de las hostilidades de los primeros fríos) tiene un libro en sus manos. En el vaivén del colectivo, que bufa por las avenidas y avanza con ritmo sincopado, espío la portada como lo hice durante años en el transporte público y en los bares, ansioso por descubrir una complicidad a la distancia, pero esta vez no en busca de una excusa para aproximarme a la muchacha de aire adolescente y mirada soñolienta, lánguida e inteligente, sino llevado por el parecido físico que guarda con mi hija de 18 años. La observo en esa incomodidad que produce observar a una mujer que puede ser deseada ya por un hombre, sin poder siquiera dar cuenta de los motivos de mi mirada persistente, pero la fortuna quiere que ella no levante los ojos del libro, imbuída en ese universo de interrogantes vastos que registra con tanta precisión la incertidumbre y los dolores de la primera juventud. Leo un par de líneas al azar, en el fulgor de un parpadeo, y sonrío: la muchacha del libro se pregunta sobre su futuro, quiere desentrañar la vida que la espera y beberse el presente de un sorbo en la París de los años 50. Leí mal a Simone de Beauvoir siendo muy joven, pero ese nombre evoca en mí, sobre todo, los años en que las novelas de Jean Paul Sartre y Albert Camus fueron forjando mi escepticismo y mi constante estado de interrogación. La neurosis hizo el resto. El viaje es largo (el del existencialismo, pero también éste que me lleva al centro de la ciudad y a las brumas del pasado), y cuando despierto de ese sueño y bajo la vista la muchacha extrae un lápiz de su bolso y subraya una línea que acaso retendrá toda su vida. El mundo es una pregunta. Hay algo conmovedor en ese estado de expectación, esa instancia de sueños por cumplir soñados con la prepotencia de los años jóvenes. Me pregunto entonces qué sueños perseguirá mi hija, qué interrogantes la acompañarán en el inevitable insomnio de los 18 años. Ella es también un enigma como la muchacha lectora que tanto se le parece. Ella es también una pregunta para mí, el padre que la conoció cuando había cumplido los 7 años. Esta noche le regalaré un libro, y acaso nos encontraremos en ese relato para hablar de nuestras vidas y de nuestros silencios, y alguna mañana fría alguien la mirará arrebujada en el asiento de un colectivo mientras lee una vieja novela de Simone de Beauvoir y se pregunta sobre la vida, el futuro, su padre.