jueves, 31 de julio de 2008

Amistad (II)

Hace unas horas compartí el almuerzo con Marcelo B., un compañero de trabajo que pertenece al departamento comercial: fue su último día en la compañía donde nos hemos visto a diario durante los últimos seis o siete años. No nos une una amistad, sino ese lazo de camaradería que hace de la oficina un lugar de encuentro con una carga emocional ligera y a la vez honda, y que de cuando en cuando se va enriqueciendo con conversaciones aparentemente banales que, sin embargo, terminan por estrechar ese vínculo hasta volverlo entrañable. Quise que se llevase de mí algo más que el recuerdo amable de tantas horas compartidas, y le regalé un libro que revisa la obra de Luis Buñuel, porque entre las cosas que compartimos aun antes de conocernos está el amor por el cine. Cierta mañana, hace ya algunos años, cuando le pregunté de dónde provenía esa pasión incondicional, me hizo saber que su padre era proyectorista de cine en una de las salas destinadas a que los cronistas vean películas con alguna anticipación. Podría haber sido el protagonista de Cinema Paradiso, me dijo con orgullo contenido. En su escritorio, detrás de montañas de papeles, asomaba un pequeño portarretratos en el que su padre aparecía junto a Marcelo Mastroiani durante una de sus visitas a Buenos Aires. Lo reconocí de inmediato: crecí como cronista cinematográfico en la penumbra de una pequeña sala de no más de treinta butacas cuyo prestidigitador en las sombras era (y es aún) Damiano. El cariño que sentíamos todos por Damiano se debía a una personalidad campechana que lo volvía querible, pero también a que todos le debíamos el milagro del cine, es decir, el milagro de la ilusión, la posibilidad de ingresar en mundos nuevos e inalcanzables, ya fueran las galaxias insondables de Star Wars o el universo interior de personajes de Francois Truffaut o Michelangelo Antonioni. Durante todos estos años, la foto de Damiano y Mastroiani estuvo sobre esa mesa de trabajo como un faro de la memoria, y ese presagio hizo que para mí fuese natural que Marcelo y yo nos acercáramos el uno al otro mientras hablábamos de actores y directores que alimentaron nuestra imaginación de niños ávidos de aventuras. El cine italiano ocupó siempre un lugar central en esos recuerdos, y de a poco fuimos confiándonos inquietudes más personales sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Tenía (lo extraño ya: el lenguaje y el inconsciente son inapelables) un humor ligeramente ácido, y en reuniones laborales que reclamaban alguna severidad se divertía horrores dejando caer un comentario risueño que algunas veces me recordaba a Alberto Sordi, uno de sus héroes de juventud. Le entregué el libro de Buñuel haciéndole algún chiste que enmascarara la ternura del abrazo agradecido que me dio, conmovidos como estábamos los dos, inmovilizados por un pudor masculino invencible. Compré el libro imaginando que cada tanto se plantaría frente a la biblioteca de su hogar en busca de algo con qué distraerse, y que entonces tropezaría con esa portada y la evocación de tantos años compartidos. “No se me ocurrió nada mejor para que me recuerdes todos los días”, le dije con un tono engañosamente liviano. Durante una hora me habló de sus sensaciones encontradas cuando, a los cuarenta y tantos años, está por inaugurar una etapa nueva de su vida. No lo interrumpí, y al final sólo le pregunté si su esposa lo había cobijado anoche, su última noche antes de dejarnos para siempre. Me dijo que su mujer era maravillosa, y pensé que entonces la vuelta a casa iba a ser más sencilla en medio de afectos tan profundos e incondicionales: no hay desdichas que el amor de una mujer no pueda vencer.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Saludos a punto de irme.
Lástima que no pudiéramos vernos. Sigo viaje hacia Lima.
Abrazo,
Jordi

Anónimo dijo...

El adjetivo que usó Daniela en un comentario al post anterior es el que, también para mí, mejor define tu mirada y tus textos: deliciosos.

p.d. alvarez dijo...

Que los éxitos acompañen a Marcelo, allí donde viaja. Y que pronto encuentres otra persona para conformar tu Armada Brancaleone.

Arrivederci.