martes, 29 de abril de 2008

Solos y solas

En el silencio de la medianoche, solo en casa desde hace cuatro días, apenas he dejado que suene el saxo de Sonny Stitt en la mañana brumosa del domingo mientras tomaba un café caliente arrebujado en la cama, y no mucho más. En otros tiempos, sin la fatiga del esfuerzo diario a cuestas, cuatro días en soledad hubieran alcanzado apenas para que ese joven curioso acelerara su paso de maratonista cultural para llegar a dos o tres funciones de cine (preferentemente en las salas alternativas del centro de Buenos Aires, la Lugones y Hebraica), darse una vuelta por algún museo y rematar el día hurgando librerías en busca de novedades y de dedicatorias estampadas en las páginas iniciales de los libros usados. (Imaginar el pasado de esos libros, desandar sus muchas lecturas en anotaciones hechas al margen para vislumbrar qué hombres y mujeres habían consagrado sus días y sus noches a esos volúmenes, desentrañar sus sueños y placeres en las observaciones garabateadas al pie de página, intuir la pasión no correspondida o el romance fogoso en una vieja dedicatoria, todo eso conformó un ejercicio casi diario de fisgoneo poético que alimentó mi imaginación adolescente tanto como las películas de Fellini o Truffaut.) El itinerario era aleatorio, pero incluía siempre una parada en los bares de entonces (la Paz, por supuesto, donde prosperaban y fracasaban revoluciones distintas y adonde había que llegar armados de un buen libro, en el mejor de los casos vagamente psicologista), antes de reemprender el hábito de caminar la ciudad, una fantástica pérdida de tiempo. Caminar era un modo de devorar el presente. Era un albur que podía conducir al caminante a las fronteras de lo socialmente lícito o a la penumbra de la promiscuidad, pero era siempre una aventura maravillosa. Buenos Aires albergaba entonces a una fauna de errabundos. (La figura más notoria de aquellos años fue Margotita, una añosa rubia platinada que solía vagar por la periferia de la calle Corrientes y a quien años después inmortalizó Jorge Polaco en el mediometraje Margot Moreira y en cuatro films posteriores.) Siempre me gustó mirarlos, seguirles el paso rumbo a ninguna parte, atraído por el misterio de lo inesperado, buscando en esos rostros ajados y en sus miradas perdidas el fulgor de un pasado luminoso ya lejano y para siempre perdido. Fueron años de maravilla aunque llenos de angustia y desolación, muchas veces menguadas por el sexo furtivo y callejero. La escena que mejor sintetiza ese estado de abandono sucedió un 31 de diciembre, poco antes de la medianoche, cuando la muchacha que hablaba a solas mientras caminaba por la avenida Las Heras me miró como se mira a un extraño: con curiosidad y con miedo. Le dije que estaba solo, y en lo que dura un parpadeo, ambos extenuados por la desolación de sabernos extraños, pero felices de ese encuentro, estábamos ya revolcándonos en un viejo camastro mientras la ciudad entera le daba la bienvenida al nuevo año. Dormimos como duermen los desconocidos: abrazados, cada uno a solas consigo mismo. Cuando nos despertamos, apenas hubo un cambio de palabras antes de la despedida. “Gracias”, le dije. Nunca más volvimos a vernos. Sin embargo, la memoria guarda un sentido poético. Más de dos décadas después, cada vez que se aproxima la medianoche del 31 de diciembre, no puedo dejar de evocarla, aunque no recuerde su nombre y su rostro se haya desdibujado en la bruma de los años. Me pregunto entonces si, lanzado a las calles sin rumbo alguno, no me la cruzaré en alguna esquina de la ciudad, rumiando su soledad como los dos la rumiamos durante años.

lunes, 21 de abril de 2008

Analízame

Mi analista suele decirme que busque dentro de mí un hombre posible, no un hombre perfecto. Es un razonamiento sabio y generoso, y suelo explicarme esa amabilidad cada vez que pago mis sesiones de terapia con la esperanza de volver a escuchar el arrullo de esa voz tranquilizadora. La malicia de la gente, en cambio, es infinita: “¿Hombre perfecto? No temas, no corrés riesgos”, me dicen. Mi analista me ha ayudado en eso de encontrarme con mis imperfecciones. Todos los viernes acudo a ese pequeño sabio para scuchar su palabra oracular. Llego con mis fantasmas a cuestas, entre los que ocupa un lugar destacado el de aburrirlo soberanamente con mis problemas de niño rico (es un decir) y mi vida más o menos sosegada. A menudo me tortura la idea de que está perdiendo el tiempo con mis tonterías, cuando podrías dedicar sus mejores esfuerzos a desarrollar una obra académica (acaso lo haga: nada sé de él) o, mejor, a sacar de su infierno personal a un desahuciado o a un suicida, o por lo menos a alguien que esté abrumado por un drama de verdad. “No se preocupe”, me dijo alguna vez, “nadie ha dicho que las personas que llevan una vida afortunada no sufran.” Me sentí algo estúpido, y sin embargo quise averiguar si no añoraba dedicarse a una obra más personal en vez de estar conmigo, apenas un neurótico más o menos saludable en eun mapa clínico que ofrece diagnósticos más complejos. Le pregunté cuál era su obra, y creí estar provocándolo. “Mi obra son las personas que no llegan aquí, a mi consultorio”, me dijo con suficiencia, “aunque comprenderá que hay algunas excepciones.” Comprendí de inmediato que no debía seguir espadeando como si intentase ser el paciente perfecto, y dejé correr la sesión hablando acerca de los hijos, el deseo y el precio de cierto éxito profesional, tres temas más o menos frecuentes para estómagos bien alimentados. Abandoné el consultorio preguntándome qué distancia me separa del hombre posible que puedo ser. Camino de la puerta del edificio, escuché el llanto apagado de un hombre, espié por el rabilo del ojo y ví el perfil del paciente que desde hace tiempo me sucede en el consultorio, es decir, el hombre que en apenas un segundo hace que mi analista se olvide de mí. “Este está jodido de verdad”, pensé. Salí a la luz tenue de un viernes a la noche, y me perdí en la ciudad.

viernes, 18 de abril de 2008

El Diego

Es un niño de capacidades especiales, padece un desorden neurológico. En la madrugada, suena el teléfono de su casa en General Deheza, un pueblo en el Sur de Buenos Aires. La voz del niño pregunta quién es, y un remolino de voces adolescentes se alza al otro lado de la línea: voces festivas, ruidosas, pura jarana. Lo invitan a acercarse a una casa vecina, y Dieguito va. Observa todo con asombro, con ojos embobados, extraño y admirado en ese espacio de clases acomodadas tan distinto de su casa humilde. La pequeña crónica periodística dice que uno de los amigos lo lleva al patio trasero, el grupo lo rodea, y uno de los muchachos rocía sus piernas con bencina. Tsssssssssss. Dieguito baila envuelto en una llamarada, el cuerpo se quiebra, pero se zambulle en la pileta de puro instinto y sobrevive a la broma. Sin embargo, nada cambiará sus sentimientos más íntimos (su sensación de soledad y desamparo, su necesidad de refugio y afecto), ni siquiera esa muestra de crueldad infantil. La historia la cuenta un viejo policía de la zona. “¿Sabe qué es lo peor?”, pregunta y no aguarda respuesta. “Que si vuelven a invitarlo volverá a ir. El sólo quiere tener amigos.”

martes, 15 de abril de 2008

El señor de al lado

Es un señor mayor, algo más de sesenta años, un aspecto respetable si entendemos por eso un par de náuticos sobre los que se erige el cuerpo consistente de quien se ha dedicado al deporte en los momentos de ocio que le permitió disfrutar su profesión liberal o sus actividades como comerciante, no lo sé. Estamos en la tribuna de socios de River Plate, separados apenas por una butaca, minutos antes de que comience un partido que pudo haber concluído en segundos sin que extrañáramos nada. El señor de al lado me mira una vez que ha comenzado el encuentro (ese cruce de miradas fugazmente cómplices que sucede sólo en las tribunas y que a veces, cuando el equipo obtiene un triunfo resonante, puede derivar en un abrazo firmemente masculino acompañado de llanto) y el juez de línea levanta su banderín para establecer un fuera de juego. Me mira, y dice: “Si es un negro, qué querés”. El señor de al lado extrae de su campera roja impermeable un pañuelo blanco de otro tiempo (rojo y blanco, el señor de al lado cuida los detalles del buen gusto), un pañuelo impecable, de seguro planchado por su esposa con esmero, y se limpia la nariz a la espera de una jugada que merezca su aprobación de plateísta histórico, él que ha visto jugar a Amadeo Carrizo cuando las butacas del señorial estadio eran habitadas por un público de galera y bastón, el mismo atuendo que parecían utilizar los atletas de la banda roja tan dados a la elegancia en el juego. El señor de al lado no ha dicho negro de mierda, una expresión que desmerecería la educación que recibió durante su juventud, pero ha añadido una figura curiosa de raro aire poético: “Es un negro”, ha insistido, “en cualquier momento va a vender chocolates”. El resto de la tribuna abunda en adjetivos ofensivos toda vez que discrepa con la decisión del árbitro o sus asistentes, la mayoría de ellos referidos a la inclinación sexual de los aludidos, con un gusto homofóbico que bien merecería la adhesión del señor de al lado, tan propenso a establecer a voz en cuello sus diferencias con aquellos que son distintos de él, pero expresiones tan castizas como gordo puto o algunos de sus derivados no parecen ser de su completo agrado. Prefiere mantenerse fiel a esa sola idea que ha esgrimido apenas comenzado el encuentro, y que ahora comparte no conmigo, a falta de eco, sino con un hincha de piel aceitunada y aspecto aindiado en quien, curiosamente, no reconoce diferencias étnicas sino todo lo contrario: son dos almas en pena que vituperan al juez de línea, al parecer un negro vendedor de chocolates. A todo esto el juego transcurre con monotonía, sin el aliento furibundo de los llamados borrachos del tablón, individuos que propician la violencia en el fútbol para escándalo del señor de al lado y de otros tantos como él, amantes del buen juego cuya práctica es apenas deslucida por decisiones como las del juez de línea. Pero la fortuna ha querido que sí esté en su butaca, en cambio, este simpatizante del fútbol de salón, admirador de Amadeo Carrizo pero no de los negros vendedores de chocolate.

jueves, 10 de abril de 2008

Lo inalcanzable

El amor, el deseo, la literatura, la muerte. Luis Gruss, escritor y periodista, acaba de publicar Lo inalcanzable (Las mujeres en la vida y la obra de Franz Kafka, Fernando Pessoa y Cesare Pavese). Ninguno de ellos, dice, pudo entrar al terreno firme que solemos llamar realidad. Ninguno pudo establecer lazos estables con los demás, con el tiempo en que transcurrieron, con la vida en general. Les costo especialmente acceder a las mujeres, tanto en el plano sexual (si es que existe en estado puro), como en el terreno afectivo. Añade Gruss: “Nada es alcanzable en su totalidad, ni siquiera aquello que en principio se obtiene a manos llenas y se retiene por un tiempo… Me concentré especialmente en las mujeres porque veo en ellas una imagen posible de lo inalcanzable, una metáfora perfecta de todo lo que se procura obtener con inapagable sed de absoluto: el amor, la realización de los sueños, el placer de vivir y convivir con plenitud. Pero eso tan deseado se ubica siempre un poco más allá o más acá de lo esperado… Hay algo que falta (siempre) y algo que siempre se ofrece aun bajo a forma de espejismo para compensar la carencia. Existe como trasfondo una pulsión de vida, muerte, pasión y resistencia”.

La intimidad de la guerra

Sólo tengo en casa un libro de fotografía. Es de Robert Capa, una serie de imágenes sobre la guerra: la captura del momento, la belleza de lo efímero cristalizado en ese instante. Son imágenes bellas y lacerantes, una poética del dolor. En otros tiempos, cuando este mundo sea otro, otros hombres vislumbrarán nuestras vidas observando esos espejos de la memoria. “Es un modo de vencer a la muerte”, me respondió hace muchos años un fotógrafo cuando quise saber qué era la fotografía, “es un modo de detener el tiempo”. Una quimera, entonces. Hace dos días conocí la imagen que acaba de obtener el Premio Pulitzer de fotografía: muestra a un camarógrafo japonés tendido en el pavimento, durante los disturbios de Myanmar, ex Birmania, en 2007, mientras captura la feroz represión de las fuerzas de seguridad durante las masivas protestas lideradas por monjes budistas. La toma pertenece a Adrees Latif, de la agencia Reuters; el camarógrafo, que como tantos otros corresponsales de guerra prefirió aferrarse a su profesión antes que huir del peligro, murió pocos minutos después. Es una imagen conmovedora aunque no sea nueva. En 1936, cuando cubría la Guerra Civil Española, Robert Capa registró con su cámara Leica el instante en que un combatiente republicano era abatido en Córdoba: publicada en la revista Life, Miliciano herido de muerte es la foto más famosa de Capa, entre las muchas que tomó como corresponsal en la guerra de Indochina, la fundación del Estado de Israel o el desembarco en Normandía. Estaba ahí, en el momento preciso, y su alto compromiso emocional con aquello que registraba lo convirtió en mucho más que un testigo de su tiempo. Murió en 1954 en Thai Ninh, en territorio vietnamita, cuando piso una mina. Capa es uno de los grandes retratistas de la guerra, un maestro de la composición que consiguió capturar con sus imágenes el drama humano de seres anónimos y la intimidad del dolor en el vasto y desolador escenario de la guerra. Como tantos de sus colegas (como George Rodgers, Walker Evans o Weegee, pero sobre todo como Henri Cartier-Bresson, una celebridad de estatura artística parecida), Capa detuvo en sus imágenes lacerantes ese tiempo de barbarie, y su enorme sensibilidad de humanista convencido rindió tributo a los pequeños seres anónimos que oculta ese vasto espectáculo de la muerte que es la guerra.

martes, 8 de abril de 2008

Queremos tanto a Scarlett

El truco es conocido: un grupo de editores se reúne en torno de una mesa y pregunta quién es la chica del momento. Comienza entonces una extraña danza de gustos personales durante las que ese grupo de expertos observa una sucesión de fotos con mirada de ontomólogo, en busca de los beneficios de caderas, culos y tetas, en primerísimo término, aunque luego, en segunda ronda, pueden asomar matices que le conceden al gran jurado un aspecto menos primario y más civilizado. Durante las últimas dos décadas, el reino de la belleza femenina (aunque la idea de belleza no siempre tienen grandes posibilidades de éxito frente al menos prestigioso pero contundente concepto de lo caliente) tuvo dos monarcas: Angelina Jolie y Scarlett Johansson, la primera la suma de todas las perfecciones del cuerpo, la última la mujer que amamos amar, para utilizar la expresión acuñada por GQ. Es inevitable: cada vez que aparece una nueva sesión de fotos de alguna de ellas, sentimos que en ese instante nos enamora, nos mira a los ojos, nos susurra en el oído, nos muerde en el cuello, nos acaricia los muslos, y así. Sucede que lo hacen con una legión de hombres -seductoras seriales, mujeres antropófagas-, pero cada uno de nosotros (hombres débiles, bah) cree que se trata de algo personal. La que acaba de reaparecer es Scarlett, musa inspiradora, que, además, canta. Y no entregándose a un repertorio plagado de hits, sino como lo que todos deseamos que sea: una chica cool capaz de tomar riesgos artísticos. Scarlett acaba de anunciar que editará un álbum con temas de Tom Waits. Lo único que conocíamos de ella en territorio musical era su versión de Summertime (espléndida entre las más de 2600 versiones del célebre tema de George Gershwin que es parte de Porgy & Bess), inlcuída en el álbum Unexpected Dreams: Songs From the Stars. Lo demás era esa imagen eterea en El hombre que nunca estuvo o en la primera secuencia de Match Point. Y ahora llega esto: un disco de raro lirismo, con David Bowie como invitado, que la pondrá una vez más en boca de todos.


viernes, 4 de abril de 2008

El sueño eterno

“Los veo moverse por última vez en el resplandor del cierre, soñando la revista perfecta con la inútil obstinación de Sísifo: apenas reciban los ejemplares de prueba de la nueva edición, sabrán una vez más que no la han conseguido, pero volverán a intentarlo porque en esa terca búsqueda de la perfección (y acaso de alguna forma de la verdad) escribirán un capítulo nuevo de sus maravillosas biografías.” Han transcurrido muchos meses desde que escribí esa despedida de Rolling Stone, cuando en el número 100 de la publicación dejé la dirección editorial en manos de Ernesto Martelli. Pero sucede que hoy se cumplen 10 años desde su nacimiento en nuestro país, de modo que no tengo más remedio: es tiempo de echar una mirada atrás. Tengo la fortuna de que mi oficina sea lindera a las mesas de trabajo de Rolling Stone. Es un privilegio, porque allí se producen algunas de las mejores creaciones periodísticas, producciones fotográficas y piezas de diseño de este país. Sin embargo, en la hora de la inevitable melancolía, no es tanto eso lo que importa. Lo esencial es más bien la nobleza y la pasión con que los alquimistas de Rolling Stone llevaron adelante esa magia durante todos estos años. Lo esencial es la búsqueda de la verdad, la conquista de la belleza: detrás de la pompa de los retratos fantasiosos de las estrellas de rock, detrás de los andamiajes sobre los que se monta el artefacto pop, está la vocación por observar el mundo y comprenderlo, y acaso la más firme voluntad de que todos (los lectores, pero también quienes llevamos adelante la labor periodística) seamos un poco mejores cada día.