domingo, 29 de junio de 2008

Mapas del futuro

Me preguntan qué sucedió. Digo que nada, apenas una enfermedad miserable que me derrumbó una semana en cama, sin demasiadas ganas de nada: lecturas, música, películas, todo quedó para el día después. Escibir, también. He vuelto a leer esta mañana. Leo, entonces, un párrafo de Hanif Kureishi en Mi oído en su corazón: “Lo que yo le exigía a la lectura era que aumentase mi sabiduría y lo que yo consideraba mi orientación. Con esto quería decir tener ideas nuevas, que funcionasen a modo de herramientas o instrucciones e hicieran que me sintiese menos desvalido en el mundo, menos abandonado, menos niño. Si las cosas las sabías por adelantado, no te asustarían tanto, estarías preparado, como si tu hubieran dado un mapa del futuro”. Eso: un mapa del futuro. He estado pensando, también. Este blog cambiará de nombre pronto, dejará su denominación actual por otra que hable más nítidamente de él. En el camino he descubierto que no es un observatorio de medios lo que me interesa llevar adelante. No ahora. La escritura personal, la bitácora privada, me permite jugar con el lenguaje, urdir pequeñas historias, merodear un territorio parecido al de la ficción aunque con anotaciones muy personales. ¿El nombre? Ya lo veremos. Dénme unos días, habrá novedades.

domingo, 15 de junio de 2008

Feliz día, papá

La etiquete De padre e hijos es la que tiene más entradas en este blog. Esta mañana las he releído, y se me ocurrió que algún desprevenido pudiera sentir alguna curosidad por ellas. Todas merodean el tema de la paternidad, a veces evocando con nostalgia al padre muerto y otras celebrando la maravilla de nuestros hijos. Feliz día a quien ande por ahí.

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jueves, 12 de junio de 2008

Locos por el fútbol

“Te pido una sola cosa para cuando me muera: quiero que pongas en el cajón el escudito de River, quiero llevármelo conmigo”, me dijo mi viejo. Yo era un niño de unos 10 años cuando me lo pidió. Cada tanto me lo recordaba en medio de la evocación de las grandes figuras de un pasado glorioso. Casi no hablábamos de otra cosa, aunque con los años el fútbol fue cediendo algún terreno a otros deportes que llamaron más o menos su atención. Durante muchos años cumplió con la liturgia del domingo: atendía los detalles previos del partido inminente, en la cancha escuchaba el partido que estaba viendo, leía las primeras y apuradas crónicas en el diario vespertino mientras regresábamos a casa, cenaba en compañía del resumen televisivo, y a la mañana siguiente leía, en la edición matutina, los detalles del encuentro. Lo recuerdo en su lecho de enfermo, en el final, feliz como un niño frente a la pantalla del televisor. En ese novedoso furor de la televisión por cable, a toda hora podía seguir los partidos de las ligas europeas, ver a los mejores, emocionarse con los quiebres de cintura, los amagues, las fintas, esa elegante danza masculina que es el fútbol bien jugado, pura reciedumbre y plasticidad. Era conmovedor (mentira, es conmovedor ahora, en la evocación y en el relato: yo me enfurecía con su desinterés por el mundo y por mis cosas, y eso fue distanciándonos con los años) verlo disfrutar ese mundo de pasiones ciegas. En estos días volví a recordar su liturgia dominical, sus gritos desaforados, su mirada vidriosa en los momentos de frustración, su iracundia cuando prometía en vano romper el carné, volví a escucharlo recitar de memoria varios equipos de distintas épocas, alineaciones enteras con su banco de suplentes incluido, y contar una vez más episodios legendarios, pura epopeya, que nunca supe si eran fieles a la realidad o si la embellecían con sus destellos épicos y su irremediable melancolía. “Fútbol era el de antes, je. Moreno jugaba con una botella de whiskey al lado de la raya”, decía, y entonces se perdía en otras divagaciones que daban cuenta de un tiempo mejor, cuando el fútbol era inspiración e inventiva. Recordé entonces, el domingo, mientras el equipo festejaba una nueva conquista, el día de su muerte, hace casi ocho años, la penumbra funeraria que rodeaba al féretro en el silencio de la madrugada, ahora a solas los dos, mi mano hurgando en el bolsillo el escudo que me había traído mi hermana, el instante en que abro ligeramente su mano fría y pesada, los dedos que tantas noches recorrieron mi espalda para ayudarme a conciliar el sueño, su mano fría y pesada recibiendo el escudo que él quería llevarse para siempre, mi beso en la frente, mi último beso a mi padre muerto. Lloré con una rara sensación de dolor y felicidad, sólo en medio de la muchedumbre enloquecida, y grité como nunca antes la conquista de un nuevo título. “Ganamos, pa”, me abrazaron mis hijos cuando regresé a casa. Jugamos a repetir las malas palabras que sólo están autorizados a decir en la cancha (un territorio liberado), nos reímos, y les conté que hubo un tiempo en que la gente iba al estadio vestida de frac, con galera y bastón, el fútbol era pura inspiración y Moreno (José Manuel Moreno, uno de los mejores de todas las épocas, el integrante de la Maquina, invencible cuando se juntaba con Labruna y Lousteau) jugaba con una botella de whiskey al lado de la raya. O eso me decía mi viejo.

miércoles, 4 de junio de 2008

Mis memorias

Mi memoria frágil me trae a menudo una rara felicidad de orden poético: todo (un relato de infancia, el libro que acabo de cerrar, el cine que alimentó mi juventud) suele ser nuevo para mí, o en el mejor de los casos un recuerdo borroso cuyos detalles vuelven a deslumbrarme. Durante muchos años disfruté de ese estado virginal: nunca conocí el placer de releer viejas historias o revisar películas que alguna vez me conmovieron. He decidido consultar a un neurólogo sobre esa desmemoria, y la muchacha joven que ahora me examina tiene un rostro bello que se me ocurre inolvidable. El breve espacio donde aguardo tiene tres puertas con un destino literario. Leo en cada una de ellas Clínica del Dolor, Movimientos Anormales y Laboratorio del Sueño, y es ésta la que abriría si de mi dependiera, tentado por la posibilidad de adentrarme en ese infinito universo onírico para descubrir, al fin, si somos apenas el sueño de otro. Poco después, cuando la jovencísima doctora me examina, pienso que el modo distante con que me observa hará inevitable que pronto olvide mi historia, y que acaso cuando volvamos a encontrarnos seré para ella un paciente nuevo. Le refiero, pura y vana coquetería, sólo un atajo, la historia de Funes, el memorioso, esa criatura borgeana de memoria absoluta, sólo para añadir que mi caso no es ése aunque conserva alguna belleza literaria: todo en mí es olvido. Hay algo trágico detrás de esa belleza: en mi memoria los hechos han sido escritos con una tinta efímera de modo que ese pasado que se esfuma acaso no haya ocurrido. Consulto también mis dificultades con el sueño, el por qué de una vigilia (casi) constante. Nada parece fuera de lugar, haremos algunos estudios. Ya en casa recupero las voluminosas Obras Completas de Borges, en cuya página 485 se abre la historia de Irineo Funes. Es una historia naturalmente olvidada, y en la lectura recupero detalles minuciosos de ese encuentro de dos hombres. “Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.” Es un cuento de una belleza indecible, y me da felicidad saber que alguna vez volveré a conmoverme cuando vuelva a llegar a mi vida por primera vez. Sólo retengo una frase que es, acaso, el principio de la memoria: “Dormir es distraerse del mundo”.

martes, 3 de junio de 2008

Es la felicidad, estúpido

Entre las conductas inútiles en que incurrí en los últimos tiempos está la de interogarme acerca de la felicidad. Se preguntarán ustedes, con razón, que me condujo a semejante desatino. Pues bien: la culpa la tiene un librito de poco más de doscientas páginas escrito por Bertrand Russell, que seguramente no es una amenaza para los títulos de autoayuda que lideran los ránkings de venta. El librito en cuestión es La conquista de la felicidad. Fernando Savater observa en el prólogo que, en todo caso, la conquista de la felicidad comienza con un acto de humildad que desafía un rasgo espiritual de nuestra época, como lo es la creencia de que la desdicha nos vuelve interesantes. Ustedes saben: desde el existencialismo para acá, por no ir más lejos, la angustia tiene cierto prestigio en algunos círculos cercanos a lo artístico y lo intelectual. Russell le dedica un buen capítulo al tema del aburrimiento, que para una mente corta podría insinuarse como la contracara de la felicidad. “Nos aburrimos menos que nuestros antepasados”, dice, “pero tenemos más miedo de aburrirnos.” Escribió esas ideas en 1930, cuando la industria del entretenimiento era más modesta (el cine apenas comenzaba a entregar sus primeros sonidos) y la era digital estaba lejos de irrumpir en la vida urbana. Parezco un niño, pienso cada vez que siento el peso invencuible del aburrimiento, sin saber cómo entretenerme en un mundo que todo me lo ofrece. Soy feliz, sin embargo, en esas pequeñas fugacidades que duran lo que un abrir y cerrar de párpados. Soy feliz cuando lee sus primeras palabras mi hijo. Soy feliz cuando descorcho un buen vino en el primer anochecer. Soy feliz cuando prolongamos con mi mujer una conversación que comenzó hace doce años. (Soy feliz de otros modos con ella, pero ella jamás me perdonaría la menor infidencia.) Soy feliz cuando encuentro el ritmo exacto de una frase o algo que se asemeja a una idea. Soy feliz (era feliz) cuando pego limpiamente una revés paralelo sobre polvo de ladrillo. Soy feliz cuando me apasiona un libro, cuando humea frente a mí un buen plato de pastas, cuando el estallido de la multitud anónima celebra la última conquista de mi equipo de fútbol. Soy feliz de modos invisibles, sobre todo invisibles para mí. Mi mujer suele decirles a mis hijos que vayan a aburrirse un poco, no por espantarlos para que nos dejen un poco solos (ese soy yo: padre perezoso en su íntimo letargo, profesional fatigado, hombre deseante del reencuentro con su pareja), sino porque advierte en el tedio la posibilidad del juego y la fantasía, el territorio en que nacen las mejores historias, el instante en que los niños sueñan y, entonces sí, alcanzan alguna forma de la felicidad. Es una recomendación sabia y tranquilizadora. Me tumbo entonces en un sillón, y me entrego a los placeres del abrurrimiento.