lunes, 21 de abril de 2008

Analízame

Mi analista suele decirme que busque dentro de mí un hombre posible, no un hombre perfecto. Es un razonamiento sabio y generoso, y suelo explicarme esa amabilidad cada vez que pago mis sesiones de terapia con la esperanza de volver a escuchar el arrullo de esa voz tranquilizadora. La malicia de la gente, en cambio, es infinita: “¿Hombre perfecto? No temas, no corrés riesgos”, me dicen. Mi analista me ha ayudado en eso de encontrarme con mis imperfecciones. Todos los viernes acudo a ese pequeño sabio para scuchar su palabra oracular. Llego con mis fantasmas a cuestas, entre los que ocupa un lugar destacado el de aburrirlo soberanamente con mis problemas de niño rico (es un decir) y mi vida más o menos sosegada. A menudo me tortura la idea de que está perdiendo el tiempo con mis tonterías, cuando podrías dedicar sus mejores esfuerzos a desarrollar una obra académica (acaso lo haga: nada sé de él) o, mejor, a sacar de su infierno personal a un desahuciado o a un suicida, o por lo menos a alguien que esté abrumado por un drama de verdad. “No se preocupe”, me dijo alguna vez, “nadie ha dicho que las personas que llevan una vida afortunada no sufran.” Me sentí algo estúpido, y sin embargo quise averiguar si no añoraba dedicarse a una obra más personal en vez de estar conmigo, apenas un neurótico más o menos saludable en eun mapa clínico que ofrece diagnósticos más complejos. Le pregunté cuál era su obra, y creí estar provocándolo. “Mi obra son las personas que no llegan aquí, a mi consultorio”, me dijo con suficiencia, “aunque comprenderá que hay algunas excepciones.” Comprendí de inmediato que no debía seguir espadeando como si intentase ser el paciente perfecto, y dejé correr la sesión hablando acerca de los hijos, el deseo y el precio de cierto éxito profesional, tres temas más o menos frecuentes para estómagos bien alimentados. Abandoné el consultorio preguntándome qué distancia me separa del hombre posible que puedo ser. Camino de la puerta del edificio, escuché el llanto apagado de un hombre, espié por el rabilo del ojo y ví el perfil del paciente que desde hace tiempo me sucede en el consultorio, es decir, el hombre que en apenas un segundo hace que mi analista se olvide de mí. “Este está jodido de verdad”, pensé. Salí a la luz tenue de un viernes a la noche, y me perdí en la ciudad.

2 comentarios:

Laura Pintos dijo...

Que exista el paciente perfecto me hace reincidir en mi afán de ser el hombre perfecto. O algo así, no?
Excelente post. Excelentemente escrito.

Estrella dijo...

Muy valiente tu reflexión, me sentí identificada en muchas partes.