viernes, 11 de julio de 2008

Los adioses

Una compañera de trabajo me dice que su padre, un hombre de 72 años que fue un ejemplo de vitalidad, está enfermo. El tiempo ha ido arrumbándolo en la casa que comparte con su esposa desde hace décadas, y él ha alcanzado un grado de obesidad que le impide desplazarse con naturalidad: su universo privado no va mucho más allá de un sillón y la cama, desde donde observa el futuro con fatiga y escepticismo. Mi compañera está angustiada, ahora es ella quien debe cuidar de su padre, arroparlo, cargarlo en sus hombros para que pueda dar pequeños pasos dentro de la casa y de ese modo su vida no se reduzca a dejarse apagar mientras recuerda tiempos viejos con melancolía. De a poco, el humor del padre vencido ha ido ensombreciéndose, y también ha ido crispándose la relación con su mujer: son dos personas mayores refunfuñando a toda hora, hostigándose el uno a la otro mucho más de lo que ambos (y el vínculo que los une desde la juventud) se merecen. Alguna vez se amaron, y acaso sigan amándose de ese modo secreto, distante y algo hosco en que se aman los mayores, en apariencia desinteresados el uno del otro, hundidos en sus silencios, vencidos por la rutina o el pudor, un modo que, sin embargo, en algunos casos esconde sentimientos muy hondos y conmovedores. Mi compañera está angustiada porque ve cómo mengua esa vida, la vida de su padre, sin presentar batalla, desinteresada del mundo y de sus pequeñas alegrías: escuchar un disco de tango que antes lo emocionaba, caminar por el barrio donde lo aguardan sus vecinos de siempre, tomar algo de sol en la plaza o quizá, simplemente, conversar con su hija, una hija llena de preguntas como todos los hijos de esta tierra, conversar de cosas triviales, naderías, zonzeras que en la voz de un padre pueden tener resonancias maravillosas. Mi compañera está angustiada porque ese mundo privado que alguna vez fue refugio y certeza le ha estallado en las manos, porque su padre envejece y su voz y su cuerpo se apagan, se retiran lentamente de este mundo, se alejan de ella. Es una hija que ama a su padre, pero no es ya su pequeña sino una mujer adulta que lo consuela y lo protege y empieza a llorar esa lejanía.


4 comentarios:

Laura Pintos dijo...

Qué triste, qué duro es ver apagarse a quienes fueron nuestros referentes de empuje y plenitud! No alcanza con repetirse que así es la vida, no consuela ni mitiga.
Saludos.

Anónimo dijo...

Gracias por escucharme. Besos

Anónimo dijo...

che, victor, viene demasiado down la cosa. ¿podemos cambiar el aire?

Victor Hugo Ghitta dijo...

Queridísimo Anónimo, tu comentario me ha puesto a pensar en lo irremediable que se me hace a veces la melancolía. La observación es atinada y merecida, de todos modos, y me ayuda a buscar registros y temperaturas distintos. La melancolía no se lleva mal con cierta forma de la vitalidad, se me ocurre ahora. Gracias por estar ahí, con tan esmerada atención.