martes, 3 de junio de 2008

Es la felicidad, estúpido

Entre las conductas inútiles en que incurrí en los últimos tiempos está la de interogarme acerca de la felicidad. Se preguntarán ustedes, con razón, que me condujo a semejante desatino. Pues bien: la culpa la tiene un librito de poco más de doscientas páginas escrito por Bertrand Russell, que seguramente no es una amenaza para los títulos de autoayuda que lideran los ránkings de venta. El librito en cuestión es La conquista de la felicidad. Fernando Savater observa en el prólogo que, en todo caso, la conquista de la felicidad comienza con un acto de humildad que desafía un rasgo espiritual de nuestra época, como lo es la creencia de que la desdicha nos vuelve interesantes. Ustedes saben: desde el existencialismo para acá, por no ir más lejos, la angustia tiene cierto prestigio en algunos círculos cercanos a lo artístico y lo intelectual. Russell le dedica un buen capítulo al tema del aburrimiento, que para una mente corta podría insinuarse como la contracara de la felicidad. “Nos aburrimos menos que nuestros antepasados”, dice, “pero tenemos más miedo de aburrirnos.” Escribió esas ideas en 1930, cuando la industria del entretenimiento era más modesta (el cine apenas comenzaba a entregar sus primeros sonidos) y la era digital estaba lejos de irrumpir en la vida urbana. Parezco un niño, pienso cada vez que siento el peso invencuible del aburrimiento, sin saber cómo entretenerme en un mundo que todo me lo ofrece. Soy feliz, sin embargo, en esas pequeñas fugacidades que duran lo que un abrir y cerrar de párpados. Soy feliz cuando lee sus primeras palabras mi hijo. Soy feliz cuando descorcho un buen vino en el primer anochecer. Soy feliz cuando prolongamos con mi mujer una conversación que comenzó hace doce años. (Soy feliz de otros modos con ella, pero ella jamás me perdonaría la menor infidencia.) Soy feliz cuando encuentro el ritmo exacto de una frase o algo que se asemeja a una idea. Soy feliz (era feliz) cuando pego limpiamente una revés paralelo sobre polvo de ladrillo. Soy feliz cuando me apasiona un libro, cuando humea frente a mí un buen plato de pastas, cuando el estallido de la multitud anónima celebra la última conquista de mi equipo de fútbol. Soy feliz de modos invisibles, sobre todo invisibles para mí. Mi mujer suele decirles a mis hijos que vayan a aburrirse un poco, no por espantarlos para que nos dejen un poco solos (ese soy yo: padre perezoso en su íntimo letargo, profesional fatigado, hombre deseante del reencuentro con su pareja), sino porque advierte en el tedio la posibilidad del juego y la fantasía, el territorio en que nacen las mejores historias, el instante en que los niños sueñan y, entonces sí, alcanzan alguna forma de la felicidad. Es una recomendación sabia y tranquilizadora. Me tumbo entonces en un sillón, y me entrego a los placeres del abrurrimiento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es cierto: hemos perdido la capacidad de aburrirnos. Vivimos en una sociedad que, además de exigente, es tremendamente impaciente.
Sabio el consejo de tu mujer. Muy sabio.

Anónimo dijo...

Yo siempre cito al anónimo filósofo argentino que redactó aquel memorable slogan de Criollitas:

"En las cosas simples, está el verdadero sabor de la vida".

[Claro que me gustaban más las Serranitas, con ese gusto a mantequita...]