Un hombre ha muerto. Se ha llevado consigo un enorme conocimiento acerca del mundo. Miró la vida desde una butaca de cine, intentó comprenderla en las páginas de una vasta biblioteca. Conocí a ese hombre hace treinta años, en una sala cinematográfica donde se reponía Que viva México de Serguei Einsestein. Yo era un joven estudiante de periodismo y fatigaba a diario pequeñas salas donde me deslumbraba con la frondosa imaginación de las películas de Luis Buñuel, Akira Kurosawa, Luchino Visconti o Francois Trufaut. Ese hombre me abrió las puertas de una redacción. “Mostrate dispuesto a hacer cualquier cosa, pero todavía no crítica cinematográfica”, me dijo con amabilidad, un poco porque reverenciaba ese género al que dedicó su vida y otro tanto porque la modestia de mi formación intelectual era visible. Desde luego, no le hice caso: a los 20 años somos capaces de llevarnos el mundo por delante (o eso creemos) y conviven en nosotros el coraje, la soberbia y la impunidad de ser jóvenes. En esa vieja redacción conocí a mis mejores maestros. Claudio España fue uno de ellos. Durante tardes enteras lo escuché con un interés que entonces fui incapaz de demostrar, quizá porque nunca, a pesar de ambos, pudimos construir un puente afectivo que nos uniera. Pero aun en esa distancia aprendí de él parte de lo que sé. Amaba el cine acaso más que la vida misma, vivía en una pantalla como el protagonista de La rosa púrpura de El Cairo. Apenas conocí la noticia recordé la muerte de Martín Muller, otro de los maestros que acompañó mis primeros años de formación. Ambos eran dueños de una portentosa formación humanista, y nunca sé responderme adónde irá ese conocimiento ahora que ellos no están. Mi único mérito en ese entonces era la ignorancia, o en todo caso la curiosidad con que esperaba vencerla. En el viejo bar de La Nación, una tarde tomábamos café y Martín me sometió a un pequeño interrogatorio que guardo entre mis mejores recuerdos. “¿Leiste a Chéjov?”, quiso saber. “Todavía no”, respondí. “¿Escuchaste la Quinta de Mahler?”. “No, no escuché a Mahler.” “¿Y has visto la obra de Kandinsky?” “Tampoco, Martín, no la conozco.” Martín sonrió pacientemente, dio un suspiro y dijo: “No sabés cuánto envidio toda esa virginidad. Tenés por delante la maravilla de la primera vez: la primera vez que leas a Chéjov, escuches Mahler o veas un Kandinsky. Luego nunca será igual.” Tenía razón.
domingo, 30 de marzo de 2008
Eramos tan vírgenes
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4 comentarios:
Muy buenas palabras. El señor fue un maestro de muchos y merece ser recordado
Ese conocimiento sobrevive en vos y en otros que supieron/pudieron recogerlo.
Tambien fuí alumno de Claudio España, y es bueno que lo recordemos. Otra vez emocionado, saludos, Pablo.
Durante todo un año cada lunes de 7 a 9 de la mañana asistí sin faltar jamás al práctico de "Gramática" que daba C.E. en esa ridícula y sanitaria locación de filo: marceloté.
El primero en llegar,un par de minutos antes de las 7, con traje y corbata. Traía un portafolios de cuero negro de escuela primaria de los años `50 lustrado y prolijo como sus increibles zapatos. ´
Durante un año entero, cada lunes a las 9:01 ya empezaba a extrañar el olor increíble del agua de colonia que traía consigo ese hombre divertido y sutilmente malito. Sus arrebatos de doble sentido con clase condimentaron cada oración a analizar. Fue un profesor atento, bueno y con delicada intensidad hacia `pases mágicos` para volver sencillo el complejo mundo de la lengua para nosotros: somnolientos y perezosos aprendices de alguna clase de alquimia.
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