lunes, 10 de marzo de 2008

Encuentros y despedidas

Me piden que recomiende algún libro, y me dejo tentar por Philip Roth. Patrimonio es la historia de una despedida. Leí esa gran novela autobiográfica de un tirón, y entonces escribí este texto para Brando. Lo publico aquí a riesgo de que la repetición defraude a algún lector.

Hoy (hace siete años) ha muerto mi padre. Está recostado en un camastro, los ojos vencidos, un resto de aliento en los labios. Somos dos hombres a solas diciéndose adiós. Los ojos de mi padre (no mi padre, él se ha ido ya) miran el vacío, las últimas imágenes de una vida: un reloj de pared, fragmentos del cielorraso, el rostro de su hijo en penumbras. Mueve apenas la cabeza hacia los costados, con dificultad. Una mascarilla lleva un soplo de oxígeno a su cuerpo fatigado. Lo cubro con una manta vieja, no importa ya: es mi modo de abrazarlo, es el abrazo final. Rozo una de sus manos, tiene las uñas largas pero nada importa: nadie lo verá. No encuentro en mi memoria el recuerdo de esa piel. No nos hemos revolcado en el pasto, no nos hemos abrazado bajo la lluvia, no hemos luchado como niños sobre la cama. Apenas un frío beso matutino antes de partir rumbo a la escuela, no más. Se morirá temprano mi padre. Demasiadas palabras no dichas, demasiados besos no dados.
“Te quiero”, las dos palabras aletean en su boca cansada. Nada ha dicho, sólo he querido escuchar. Debo grabar ese rostro en mi memoria, debo recordar el delgado hilo de esa voz. No lo veré más. No me verá más. Son dos vidas que se distancian. Nunca le he dejado saber que lo quiero, tampoco él. Hemos crecido en silencio, hemos crecido a solas, el uno sin el otro. Lo he acompañado durante las últimas semanas, rodeado de los olores del cuerpo vencido: cada noche, sentado a un costado de la cama, le he dado pequeños sorbos de agua con una cucharita de plata, lo he afeitado lentamente para no lastimarlo, he acomodado las almohadas en las que descansa su frágil cabeza carcomida por la enfermedad. No he apartado la vista de su rostro un segundo, lo he observado como un niño observa un asteroide: la sorpresa de un mundo nuevo a punto de ser develado, la ilusión de descubrir los secretos de un enigma. “Gracias”, me ha dicho cuando lo peiné. Hemos conversado del pasado, me ha dejado saber (ahora sí) que me quiso mucho, pero no ha sabido demostrármelo. Es una idea sencilla para un hombre de 40 años. Me retiro a un pasillo, contengo un llanto hondo. No queda tiempo, no queda más. Le he dado un beso en la frente. “Que descanses.” Poco después de medianoche, me despierta la campanilla del teléfono. “Ya está”, dice una voz. Mi padre ha muerto, entonces. Me visto demorando ese momento, procurando entender lo que sucede, lo que ha sucedido ya. Es el instante más importante en la vida de un hombre: la muerte del padre. En la clínica una voz dice que puedo verlo. El rostro está en calma. Me inclino para besarlo en la mortecina luz del cuarto. Nunca lo había visto dormir. Debo cumplir con algunos trámites, lo reencontraré a media tarde en el servicio fúnebre. Durante el día pienso que he dejado de ser el hijo de mi padre. “Sos el padre de tus hijos”, me dice un amigo, me calma. El cortejo es pequeño, seis o siete personas que lo han querido. No hace falta mucho más en la vida de un hombre. El seco golpe de los terrones sobre la madera, un llanto apagado, la mano de mi mujer tomándome del brazo. “Descansá”, le digo a mi padre. Siete años es mucho tiempo, o es apenas un parpadeo. Es casi medianoche en el hogar. Mi hijo más pequeño, Sebastián, de 6 años, me pide que le acaricie la espalda mientras se duerme. Rozo la piel fresca con la yema de los dedos, lo pellizco en los costados, se ríe. Le cuento una pequeña historia sin dejar de acariciarlo. Me alcanza de pronto un recuerdo de la niñez, un eco lejano. En la bruma entreveo un cuarto, yo tendido en una cama. La mano de un hombre acariciándome la espalda. La mano de mi padre, fresca y oliendo a colonia, abrigo en la hora de la infancia. “Más abajo”, murmura mi hijo soñoliento, me despierta del sueño, traza el itinerario de la caricia, se ahueca y se estira en busca de ese calor familiar. Quizás en un tiempo lejano recordará él este momento, quizá lo atesore como se atesora un juguete temprano, Rosebud, quizá me abrigue alguna vez con una manta vieja cuando yo me abandone a descansar, o me abrace, simplemente, me abrace.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Uff ..........sin palabras (Dicen que a veces la calidad de las palabras se mide en :silencio que producen)

H

Anónimo dijo...

Víctor, otra vez me encantó.
Por cierto, ya llevás un par de meses como 'blogger' y es hora de que te estrenes con un meme. Sin obligación de compra, eh? Sólo si lo ves divertido y/o interesante. Más señas en mi blog. Saludos!

Estrella dijo...

También leí el libro de Roth. Últimamente, he leído varios libros que hablan sobre el tema: Elegía, El buen dolor (Sacommano), Papa (Federico Jeanmaire), entre otros.
Me gustó tanto este texto.

Chica eléctrica dijo...

me emocionó.

Pocoyo dijo...

Cambiando un poco los nombres y los tiempos, todos hemos pasado por esa misma situacion. Buen relato, gracias