domingo, 30 de marzo de 2008

Eramos tan vírgenes

Un hombre ha muerto. Se ha llevado consigo un enorme conocimiento acerca del mundo. Miró la vida desde una butaca de cine, intentó comprenderla en las páginas de una vasta biblioteca. Conocí a ese hombre hace treinta años, en una sala cinematográfica donde se reponía Que viva México de Serguei Einsestein. Yo era un joven estudiante de periodismo y fatigaba a diario pequeñas salas donde me deslumbraba con la frondosa imaginación de las películas de Luis Buñuel, Akira Kurosawa, Luchino Visconti o Francois Trufaut. Ese hombre me abrió las puertas de una redacción. “Mostrate dispuesto a hacer cualquier cosa, pero todavía no crítica cinematográfica”, me dijo con amabilidad, un poco porque reverenciaba ese género al que dedicó su vida y otro tanto porque la modestia de mi formación intelectual era visible. Desde luego, no le hice caso: a los 20 años somos capaces de llevarnos el mundo por delante (o eso creemos) y conviven en nosotros el coraje, la soberbia y la impunidad de ser jóvenes. En esa vieja redacción conocí a mis mejores maestros. Claudio España fue uno de ellos. Durante tardes enteras lo escuché con un interés que entonces fui incapaz de demostrar, quizá porque nunca, a pesar de ambos, pudimos construir un puente afectivo que nos uniera. Pero aun en esa distancia aprendí de él parte de lo que sé. Amaba el cine acaso más que la vida misma, vivía en una pantalla como el protagonista de La rosa púrpura de El Cairo. Apenas conocí la noticia recordé la muerte de Martín Muller, otro de los maestros que acompañó mis primeros años de formación. Ambos eran dueños de una portentosa formación humanista, y nunca sé responderme adónde irá ese conocimiento ahora que ellos no están. Mi único mérito en ese entonces era la ignorancia, o en todo caso la curiosidad con que esperaba vencerla. En el viejo bar de La Nación, una tarde tomábamos café y Martín me sometió a un pequeño interrogatorio que guardo entre mis mejores recuerdos. “¿Leiste a Chéjov?”, quiso saber. “Todavía no”, respondí. “¿Escuchaste la Quinta de Mahler?”. “No, no escuché a Mahler.” “¿Y has visto la obra de Kandinsky?” “Tampoco, Martín, no la conozco.” Martín sonrió pacientemente, dio un suspiro y dijo: “No sabés cuánto envidio toda esa virginidad. Tenés por delante la maravilla de la primera vez: la primera vez que leas a Chéjov, escuches Mahler o veas un Kandinsky. Luego nunca será igual.” Tenía razón.

viernes, 28 de marzo de 2008

Música en libertad

“¿Vos escuchás Led Zeppelin?”. Mi hijo dice sí con esa voz teatralmente grave que es pura impostura en la preadolescencia de los 10 años, mirándose el pecho, las imágenes de Zep transportándolo a sus primeras rebeldías. “Mmm…, interesante”, responde el profesor de batería de aire dark. Es su primera clase de música, y se ha calzado la remera de Zep como toda una declaración de principios. Yo sonrío, y con la sonrisa me llegan los recuerdos de mi primera adolescencia, cuando los discos de Deep Purple le abrieron un mundo nuevo al educadísimo niñito de clase media que asistía a un colegio inglés. Fue Purple, y después el rock sinfónico, y luego los Beatles, y pasó mucho tiempo hasta que llegaron los refinamientos del jazz y la música clásica. Mientras lo aguardo en un bar, me pregunto qué hubiera sido de mí sin aquellos embates musicales en los que comencé a escuchar nuevas voces que fueron dándome una voz propia: la voz de la libertad y la rebelión. “Toqué la batería, pá”, me dice a la salida, los pies agitándose como demonios, las manos redoblando el aire de la noche, y entonces recuerdo la potencia de Ian Pace (Deep Purple) y John Bonham (Zep), y las sutilezas de Nick Manson (Pink Floyd) y Bill Bruford (Yes), y las discusiones con mis compañeros por imponer quién era el mejor, y las largas sentadas en el cuarto del compañero de colegio que conseguía discos importados. Todo era sueño, todo era porvenir. “Buenísimo”, le digo, y mientras ensaya sus primeros redobles sobre las rodillas con pitucones me prometo que apenas llegue el fin de semana revisaremos discos juntos, le haré escuchar a mis héroes de entonces, le contaré mi propia adolescencia y mis intentos fallidos con el piano, le diré que está a punto de empezar a ser libre, o a soñar con la libertad como si esta fuera posible, y cantaremos a los gritos Escaleras al cielo mientras trepamos el futuro.


martes, 25 de marzo de 2008

Papiros digitales

En un diario del fin de semana, no recuerdo cuál, se menciona un viejo tema que desde siempre inquieta a quienes producen textos: el precipicio de la página en blanco. Leo con interés, porque la sola idea de actualizar este blog diariamente me enfrenta a esa sensación de vacío, parado frente al abismo, sin nada que decir que valga verdaderamente la pena. En estas tres primeras semanas, las pequeñas observaciones acerca de hechos puramente periodísticos han convivido, no sé si naturalmente, con registros aún más pequeños de la vida personal. Durante estos días, compartí un momento de lectura con uno de mis hijos (yo con Sale el espectro de Philip Roth, él con su Harry Potter), lo registré en un par de fotografías domésticas y pensé en contar ese momento de maravilla. Me detuve entonces en las trampas del narcisismo o la vanidad, que tan a menudo nos hacen compartir con los lectores episodios cuya luminosidad fulgura en la intimidad del hogar, para apagarse apenas toma contacto con el mundo exterior. La blogósfera abunda en bitácoras personales, producto de una suerte de big bang que en poco tiempo dispersó millares de pequeños planetas en esta extraña galaxia. Muchas veces sorprende al lector (o al navegante, para decirlo de modo más riguroso) la hojarasca de una vida sin interés para el prójimo o el polvo del exhibicionismo personal. Pero también la literatura va encontrando su lugar en esa galaxia, sobre toda la obra oculta de escritores cuyos textos difícilmente hubiera descubierto la maquinaria de las editoriales, con sus esquemas de negocio tan poco dados a la exploración de nuevos autores. (Orsai, el blog de Hernán Casciari alojado en el segmento de Narrativas, es un ejemplo afortunado de producción de relatos.) Me dicen que acaso el Diario de un editor debiera dar cuenta de otros episodios de la vida de los medios, como parece prometerlo desde su título. Es probable que la sobrepromesa frustre a algunos. Pero, en todo caso, quiero entender este espacio del mismo modo en que vislumbré el periodismo hace treinta años, cuando me acerqué a la profesión: una excusa, apenas, para tomar contacto con otros mundos distintos del mío. Cuando era niño soñaba con ser director de orquesta, fascinado con la posibilidad de armonizar decenas de voces en busca del maravilloso sonido de una voz colectiva. Quizá la construcción de un blog tenga algo de ese milagro de la creación artística (con sus hipertextos y sus enlaces recomendados, con sus videos y fotografías, con sus músicas y sus redes sociales) aunque sea menor su ambición y aunque estas anotaciones de un viajero lo vuelvan fugaz e irremediablemente olvidable. Sin embargo, los arqueólogos de otro tiempo encontrarán en estos planetas minúsculos las piezas de una rara cartografía para comprender el pasado. Será tarea de esos navegantes del tiempo separar la paja del trigo, y leer con astucia los papiros digitales en los que los hombres, ahora, inscriben su historia.

lunes, 17 de marzo de 2008

Jazz en París



Si tienen tiempo alguna de estas noches, cualquiera de los discos de la colección Vogue es una fantástica compañía. En los años 50, París fue refugio de algunos de los jazzmen norteamericanos más exquisitos de ese momento de fulgurante modernidad. Casi todos ellos (Dizzy Gillespie, Thelonious Monk, Johnny Hodges, Coleman Hawkins) encontraron en ese país un respeto artístico que sólo les sería dado con el paso de los años en los Estados Unidos. Charles Delauney, crítico de jazz francés, fue el responsable de reunir esas grabaciones magistrales, que incluye rarezas como el álbum de Martial Solal (responsable de unos cuantos soundtracks del cine francés, incluído el de Sin aliento de Jean-Luc Godard) y el de la excepcional pianista Mary Lou Williams. En el video, el Mary Lou Williams Trio interpreta Persian Rug.

Quemá esos libros

Un amigo me muestra un dispositivo al que llama e-book. Me dice que es una biblioteca virtual que en poco tiempo más alojará cientos de libros en el ciberespacio. Leo en El País de Madrid (lo leo en su edición digital) un espléndido informe que es nota de tapa de Babelia. Se dice allí que existen en el mercado, ya, varios dispositivos en los que convergen internet, la telefonía, el MP3 y el GPS. Y los libros, claro. Animal crecido en la jungla del papel, me consuelo las grandes quemas de libros ocurridas en las últimas décadas: en la plaza de la Opera de Berlín durante el nazismo (“en la Edad Media me habrían quemado a mí”, se resignaba Freud), el saqueo del Museo Arquelógico de Bagdad durante la invasión norteamericana a Irak y la incineración de la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina en Sarajevo. Se quemaron libros en casi todas las épocas, claro, se escribieron índices de libros prohibidos y aun los intelectuales y pensadores demostraron que esa forma de la ignorancia no proviene sólo del fanatismo religioso y la opresión ideológica. Descartes pidió a sus alumnos que destruyeran los volúmenes anteriores a su Discurso del método, David Hume abogó por la quema de los manuales de metafísica, los futuristas de comienzo de siglo pasado propusieron sin más la extinción de las bibliotecas y Vladimir Nabokov, en un gesto de provocación intelectual e incorrección poética, quemó un ejemplar de El Quijote ante seiscientos alumnos durante una de sus clases en el Memorial Hall, en Massachusetts. Es el mismo Borges quien nos brinda algún consuelo poético cuando en La biblioteca de Babel cuenta que algunos hombres vislumbraron que lo primordial era eliminar obras inútiles y se entregaron a desaparecer esos volúmenes. Sin embargo, escribe Borges, no han podido percibir que “la biblioteca es tan enorme que cualquier reducción de origen humano es infinitesimal”. La memoria es más larga que cualquier forma de la ceguera. Y más, claro está, en tiempos del gran archivo digital.

viernes, 14 de marzo de 2008

Sexo disidente

¿Espejo narcisista de la comunidad gay o herramienta que promueve una sexualidad plural? La aparición de Soy, suplemento del diario Página/12 acerca del sexo disidente, es un verdadero gesto político. Quizá se trate de la decisión editorial más audaz en un medio de alguna penetración masiva, por fuera de publicaciones militantes destinadas a la comunidad gay, como lo son Guapo e Imperio. Soy ensaya una mirada sobre el lifestyle gay, no exenta de humor e ironía, pero también entrevista a Raúl Zaffaroni en un intento por comprender las barreras que establece una sociedad desconfiada y ancestralmente reaccionaria. El testimonio es interesante en sí mismo, y contiene observaciones muy sutiles. Cuando le preguntan si podría compararse la negación de derechos civiles a lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales con las que padecen otras minorías, el juez señala: “Sin duda hay un claro paralelo, aunque no reiteración, porque las situaciones no son idénticas. El paralelo proviene de que las ideologías racistas o discriminatorias lo son en bloque, o sea, consideran inferiores a todos. Para los nazis e integristas norteamericanos, son inferiores todos los que no se parecen a ellos. La reacción antidiscriminatoria es siempre sectorial, cada uno combate contra su propia discriminación, e incluso discute con el otro discriminado, porque su discriminación es peor, y también se vuelve discriminador”. Durante la última década, ha sido importante la incorporación de lo homosexual en la producción cultural así como su difusión en los medios de prensa; no lo homosexual reducido a una marioneta ridícula o como símbolo de la marginalidad y la perversión, no lo homosexual como expresión utilitaria del llamado pink market, sino como parte de una cultura de la diversidad y un conflicto propio de la condición humana. Ese es el aporte de Soy, por encima de sus hallazgos o límites puramente periodísticos.

jueves, 13 de marzo de 2008

El día que murió la risa

Entonces me puse a pensar en quienes me han hecho reir todos estos años. En Groucho Marx y Charles Chaplin, en Buster Keaton y Jerry Lewis, en Don Adams y Woody Allen y Mel Brooks y todos los demás. En los mediodías de la infancia con Moe, Larry & Curly, en los chistes inocentes de Pepe Biondi, en el paso de comedia elegante de Dick van Dyke, en en el disparate sofisticado de Monthy Python. Me he reído mucho aun en tiempos oscuros, y siento una deuda de gratitud con todos ellos. He pensado esto ayer en la noche cuando la televisión argentina rendía tributo a uno de sus humoristas más brillantes el día de su muerte. He pensado qué pena, habiendo tanto hijo de puta por ahí, que se haya ido con su humor filoso pero también pura ternura, porque había ternura y disimulada melancolía en los ojos de Jorge Guinzburg, había una ligera tristeza de payaso que lo volvía entrañable y conmovedor. He pensado todo eso, como tantos de ustedes y de quienes derrocharon cariño en los sitios saturados de internet, y presa de mi oficio intenté ponerle un título a la noticia, encontrar una idea o un sentimiento aprisionado en veinticinco caracteres, tenés 10 minutos para entregármelo, como sucedía en los tiempos en que trepaba a la Olivetti en pleno cierre para despedir a figuras del espectáculo si la nota necrológica no había sido preparada, como ocurre muy a menudo, con anticipación. Y fue entonces cuando recordé la escena, un kiosko con el último ejemplar de Time recién llegado a Buenos Aires una semana tristísima de diciembre de 1980, y el título de la portada pegándote en los ojos: THE DAY MUSIC DIED.

miércoles, 12 de marzo de 2008

De parto

El proyecto se llama Oh! Lalá, una revista femenina . Estamos frente un grupo de imágenes entre las que debemos elegir una portada inaugural que transmita lo esencial: cercanía, complicidad, y un gesto no de euforia compulsiva –una marca de época: la alegría maníaca y superficial en la que cuesta encontrar una dosis de verdad–, pero sí de optimismo. Desde hace meses venimos buscando una voz periodística propia, distinta de las que se oyen en un mercado poblado y altamente competitivo. “Es ésta”, Felicitas Rossi señala una imagen, rodeada de su equipo, y todos sabemos que estamos frente a una buena portada. Hay matices para discutir, pera la llegada de una buena foto a la mesa de edición siempre trae serenidad. Un día después, recordando una de mis observaciones sobre la buena foto de tapa, me dirá: “Es una pena que no tengamos siquiera tiempo para disfrutar”. Debemos trabajar con algún sigilo: otras buenas revistas del mercado auscultan el proyecto, buscan que algún infidente les lleve información. El ejemplar de prueba –un número cero bastante robusto que examinamos con ojos de ontomólogo– se deslizó rápido sobre los principales escritorios de la competencia. En nuestra mesa de trabajo están los últimos ejemplares de Vogue, Elle, Cosmopolitan, Easy Living y otras marcas exitosas del mercado local e internacional, y un par de libros sobre inteligencia emocional. Las mujeres argentinas, nos han enseñado quienes trabajaron en un estudio de mercado, sienten que aún falta esa revista que comprenda sus necesidades y hábitos sin establecer exigencias ni modelos conductistas que habitualmente producen frustración. Cosmopolitan sí ha conseguido entender a las mujeres de menos de 30 años, pero es difícil que pasada esa frontera se prolongue en la lectora urbana ese sentimiento de identificación. La redacción es un lugar extraño, lo son todas: hay que exhibir cierta plasticidad emocional y mucha sensibilidad para ingresar en ella sin herir sensibilidades ajenas, aguzar el oído para escuchar las voces de todas, conseguir que cada miembro del grupo establezca su huella personal en un sueño que es colectivo. En algunos momentos es fiesta, en otros las cosas se tensan, y el deseo y la felicidad y el dolor son los mismos del parto. Observo los rostros tensos y exhaustos, el compromiso físico y emocional, las risas estridentes y nerviosas que preceden el alumbramiento, y entonces comprendo que estoy frente a ese instante único y tan femenino en que se pare la belleza.

lunes, 10 de marzo de 2008

Encuentros y despedidas

Me piden que recomiende algún libro, y me dejo tentar por Philip Roth. Patrimonio es la historia de una despedida. Leí esa gran novela autobiográfica de un tirón, y entonces escribí este texto para Brando. Lo publico aquí a riesgo de que la repetición defraude a algún lector.

Hoy (hace siete años) ha muerto mi padre. Está recostado en un camastro, los ojos vencidos, un resto de aliento en los labios. Somos dos hombres a solas diciéndose adiós. Los ojos de mi padre (no mi padre, él se ha ido ya) miran el vacío, las últimas imágenes de una vida: un reloj de pared, fragmentos del cielorraso, el rostro de su hijo en penumbras. Mueve apenas la cabeza hacia los costados, con dificultad. Una mascarilla lleva un soplo de oxígeno a su cuerpo fatigado. Lo cubro con una manta vieja, no importa ya: es mi modo de abrazarlo, es el abrazo final. Rozo una de sus manos, tiene las uñas largas pero nada importa: nadie lo verá. No encuentro en mi memoria el recuerdo de esa piel. No nos hemos revolcado en el pasto, no nos hemos abrazado bajo la lluvia, no hemos luchado como niños sobre la cama. Apenas un frío beso matutino antes de partir rumbo a la escuela, no más. Se morirá temprano mi padre. Demasiadas palabras no dichas, demasiados besos no dados.
“Te quiero”, las dos palabras aletean en su boca cansada. Nada ha dicho, sólo he querido escuchar. Debo grabar ese rostro en mi memoria, debo recordar el delgado hilo de esa voz. No lo veré más. No me verá más. Son dos vidas que se distancian. Nunca le he dejado saber que lo quiero, tampoco él. Hemos crecido en silencio, hemos crecido a solas, el uno sin el otro. Lo he acompañado durante las últimas semanas, rodeado de los olores del cuerpo vencido: cada noche, sentado a un costado de la cama, le he dado pequeños sorbos de agua con una cucharita de plata, lo he afeitado lentamente para no lastimarlo, he acomodado las almohadas en las que descansa su frágil cabeza carcomida por la enfermedad. No he apartado la vista de su rostro un segundo, lo he observado como un niño observa un asteroide: la sorpresa de un mundo nuevo a punto de ser develado, la ilusión de descubrir los secretos de un enigma. “Gracias”, me ha dicho cuando lo peiné. Hemos conversado del pasado, me ha dejado saber (ahora sí) que me quiso mucho, pero no ha sabido demostrármelo. Es una idea sencilla para un hombre de 40 años. Me retiro a un pasillo, contengo un llanto hondo. No queda tiempo, no queda más. Le he dado un beso en la frente. “Que descanses.” Poco después de medianoche, me despierta la campanilla del teléfono. “Ya está”, dice una voz. Mi padre ha muerto, entonces. Me visto demorando ese momento, procurando entender lo que sucede, lo que ha sucedido ya. Es el instante más importante en la vida de un hombre: la muerte del padre. En la clínica una voz dice que puedo verlo. El rostro está en calma. Me inclino para besarlo en la mortecina luz del cuarto. Nunca lo había visto dormir. Debo cumplir con algunos trámites, lo reencontraré a media tarde en el servicio fúnebre. Durante el día pienso que he dejado de ser el hijo de mi padre. “Sos el padre de tus hijos”, me dice un amigo, me calma. El cortejo es pequeño, seis o siete personas que lo han querido. No hace falta mucho más en la vida de un hombre. El seco golpe de los terrones sobre la madera, un llanto apagado, la mano de mi mujer tomándome del brazo. “Descansá”, le digo a mi padre. Siete años es mucho tiempo, o es apenas un parpadeo. Es casi medianoche en el hogar. Mi hijo más pequeño, Sebastián, de 6 años, me pide que le acaricie la espalda mientras se duerme. Rozo la piel fresca con la yema de los dedos, lo pellizco en los costados, se ríe. Le cuento una pequeña historia sin dejar de acariciarlo. Me alcanza de pronto un recuerdo de la niñez, un eco lejano. En la bruma entreveo un cuarto, yo tendido en una cama. La mano de un hombre acariciándome la espalda. La mano de mi padre, fresca y oliendo a colonia, abrigo en la hora de la infancia. “Más abajo”, murmura mi hijo soñoliento, me despierta del sueño, traza el itinerario de la caricia, se ahueca y se estira en busca de ese calor familiar. Quizás en un tiempo lejano recordará él este momento, quizá lo atesore como se atesora un juguete temprano, Rosebud, quizá me abrigue alguna vez con una manta vieja cuando yo me abandone a descansar, o me abrace, simplemente, me abrace.

domingo, 9 de marzo de 2008

De inmigrantes digitales

Soy un forastero digital. Inmigrante en la blogósfera. Esa inocencia produce algunas escenas curiosas cuando ingreso en el castillo del departamento online agitando mi última conquista: Google Analitics acaba de avisarme que una persona residente en Lisboa, Portugal, leyó dos textos de mi blog durante un minuto cincuenta y cinco segundos. ¿Sociedades vigiladas? Mis compañeros del mundo digital disimulan su asombro por simple cortesía. “Excelente”, me alientan. Para mí es un fenómeno mágico. A unos pocos metros de ellos, un redactor de Rolling Stone, Juan Ortelli, recibe castigo de sus lectores por haber advertido los problemas legales que pueden afrontarse si se descarga música online. “¿Vos también me vas a pegar?”, me pregunta cuando le cuento que postearé algo sobre downloads. No puedo hacerlo: tiene el cuerpo enteramente magullado por lectores proclives a matar al mensajero. Es un tema complejo, pero las dificultades no pueden ocultar una idea central: compartir archivos musicales es uno de los hábitos culturales más innovadores del nuevo siglo. No soy un heavy user del download, pero hace algunos días, obnubilado por la maravilla de acceder a culturas remotas a golpe de mouse, quise espiar qué está sucediendo con la música de Medio Oriente. En los viejos tiempos, sólo era posible estar al tanto de esas novedades cuando algún amigo viajaba a alguna de las grandes capitales culturales. Demoré ocho minutos exactos en tomar contacto con una solista de Haifa en cuya voz lacerante resuena la tragedia ancestral de toda una región. Dos horas más tarde, tres o cuatro espíritus curiosos me agradecieron online que les haya pasado el dato. ¿Por qué habría yo de privarme de semejante intercambio cultural? Durante mi paso por Rolling Stone, escuché los lamentos genuinos de la industria musical, e inclusive el de artistas educados en la producción cultural offline. Esgrimen razones comprensibles, pero gestos como el de Radiohead –su disco Rainbows fue lanzado en octubre en la web, a un costo relativo que debía establecer el usuario online- terminan por modificar los modos de distribución y consumo cultural. Es curioso, pero en tiempos de individualismo feroz la experiencia online trae de regreso valores comunitarios. Compartir es la palabra clave del tiempo digital.

jueves, 6 de marzo de 2008

De padres e hijos

Sucede cada vez que comienzan las clases: recuerdo la película de Daniel Burman con una sonrisa. “Pero mire que yo pago para no participar”, decía el padre atribulado de Derecho de familia, cuando la maestra jardinera lo invitaba a sumarse a otros padres en la organización de la fiesta de fin de curso. Y entonces todos sentimos que ahí se hablaba de nosotros, los hombres de esta época de entre 30 y 40 años, del compromiso afectivo que exige la vida familiar y de las altas demandas de la paternidad. Ya no basta con ser hombre proveedor, no alcanza con asegurarle a la mujer que tenemos al lado bienestar económico, protección y una buena cama. La época –esa bruma en la que pueden entreverse las tendencias de comportamiento, el modo de construir vínculos y los mandatos sociales- nos exige una inversión afectiva importante que no siempre es sencillo descubrir en el mapa genético masculino. ¿O sí? Ustedes me entienden: hasta el más alto ejecutivo, después de asistir a maratónicas reuniones de management y velar por los intereses de su corporación, está llamado a dedicar un buen rato a participar en las clases de matronatación, acompañar a los niños en la tarea escolar y leer a conciencia el cuaderno de comunicaciones, preparar las comidas con un buen equilibrio alimentario, garantizar el baño y el cepillado de dientes, asistir a las reuniones de padres, estimularlos en el aprendizaje de la letra cursiva, retirarlos de los cumpleaños, llevarlos responsablemente al pediatra y el odontólogo, establecer vínculos con otros padres en el colegio, todo eso sin descuidar los mandatos ancestrales. ¿Me siguen? Debemos acompañarlos en el sueño, leerles el cuento que hemos elegido a conciencia, y luego tener resto para la cena y una buena cama. Acabáramos. Me suelo interrogar sobre estas cuestiones en busca de respuestas que nunca llegan. Leo por allí que lo único que conmueve de verdad a los hombres no es ni el éxito deportivo de su equipo de fútbol ni la compra del último modelo de su auto favorito. Es una buena noticia. Lo único que nos conmueve seriamente es la relación con nuestro padre, y ser padres después. Me dicen que la muerte del padre es el episodio más conmocionante en la vida de un hombre. Algo se resquebraja ahí, algo indeterminado que en cierto modo viene a recomponerse cuando tenemos un hijo. Entonces todo recomienza, podemos vislumbrarlos en esa otra bruma que es el futuro, en otro tiempo que no será nuestro, ya hombres y acaso padres, ya entregados a la maravilla de tener un hijo y de arrobarse entonces en ese sentimiento tan luminoso y tan abrumador, tan enloquecedoramente humano.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Detener el tiempo

En medio del ajetreo cotidiano hay un lugar para la memoria. Los editores de Rolling Stone preparan un número especial con el que en dos semanas celebrarán los diez años de la publicación en la Argentina. Revisan textos, imágenes y piezas de diseño, y entonces comienza a exhumarse ese monumental edificio pop en cuyas paredes los mejores artistas de este país inscribieron su nombre. Espío por sobre el hombro de Inés Auquer, la encargada de parte de esa tarea arquelógica, quien a esta hora busca las fotografías idiosincráticas que durante una década contribuyeron a conformar un estilo. Es una tarea apasionante. El archivo de Rolling Stone es un artefacto pop en sí mismo, y quienes en algún momento del próximo siglo procuren entender nuestra época deberán acudir a él. Todo comenzó en abril de 1998, cuando David Sisso llegó a la redacción en las oficinas de La Urraca, donde Andrés Casioli editaba Humor. Fue en un abrir y cerar de ojos: con manos de prestidigitador, David consiguió que la imagen de Mario Pergolini como El Guasón cobrara una potencia fenomenal en la portada del número 2. Con los años fui aprendiendo el truco: se trata de echar una mirada nueva sobre los personajes, de olvidarse por un segundo de la realidad. “Es que la realidad no existe”, me provocaba Sisso, y tenía razón: lo que importa es la verdad. Desde entonces, el ojo de Rolling Stone ha sido uno de los más poderosos lectores de la cultura popular de nuestro país. Su colección de imágenes se ha vuelto icónica, y artistas habitualmente renuentes a someterse a horas de trabajo en un estudio esperan ser convocados con ansiedad para treparse a ese podio de la cultura pop que es la portada. Por suerte, nada ha cambiado. Cuando David Sisso dejó su escritorio, y se llevó con él su imaginación prepotente y su afiebrada creatividad, lo reemplazó Fernando Gutiérrez, un fotógrafo rigurosísimo y de raro lirismo cuyos mejores trabajos pertenecían hasta entonces al mundo del periodismo documental. En estos últimos años, Fernando ha demostrado una sensibilidad poco frecuente que le ha permitido desdoblarse entre la fotografía de alto compromiso social y la construcción del más ambicioso artificio fotográfico. Hace muchos años me interesé en averiguar qué es la fotografía. La respuesta a ese interrogante está alojada en bibliotecas enteras en la que se amontonan ensayos de Susan Sontag y otros pensadores del siglo pasado, pero en el fondo la respuesta es una sola: es nuestro vano intento por detener el tiempo y preservar la memoria; es el deseo incloncluso de retener el pasado, que al esfumarse de modo irremediable nos vuelve tan vulnerables, tan frágiles, tan humanos.

lunes, 3 de marzo de 2008

Locos por los diarios

Es madrugada cuando decido terminar de revisar los diarios del domingo, tan voluminosos todos que nunca hay tiempo suficiente de agotarlos. Hojeo nuevamente Perfil, y con asombro leo este título al pie de una foto de Jorga Lanata en la redacción aún vacía de Crítica: Locos por los diarios. Haber pasado por alto esa pieza publicada en la contratapa es una mala jugada del azar. De modo que de madrugada, cuando los periódicos del nuevo día ya están listos para ser leídos, me detengo en la bienvenida que Jorge Fontevecchia le regala no sólo a su colega, sino a su ex columnista político y ahora flamante competidor. El texto es noble y cariñoso, y concluye así: "Mis respetos a esta incontinencia creativa, a que la locura -para Freud los creativos pueden sacar utilidad de su neurosis- se sublime en un diario y no, como tantas otras veces, en hacer de su talento dinero, y a que su pecado de ambición desmedida sea convertirse en papel todos los días". Lanata agradeció ese gesto en la segunda edición de Crítica, y ese intercambio me recordó una vieja práctica de un deporte tan noble como el rugby, en el que después de someterse a verdaderas batallas épicas de enorme riesgo físico los contendientes comparten un tercer tiempo de camaradería como si nada hubiese sucedido: o mejor, como si hubiese sucedido el amor compartido por ese deporte y la dicha de celebrarlo juntos. Fontevecchia lo explica bien en su saludo de bienvenida: "Enamoramiento, como decía Lacan: una forma de la locura. No se podría explicar si no que el periodista más famoso, más creíble y más reconocido de la Argentina se aleje de los medios electrónicos e hipoteque sus horas, su prestigio y su patrimonio material e intelectual en un proyecto que sabe que no le va a dar nada a cambio, más -lo que no es poco- que la satisfacción de hacerlo". Se me ocurre entonces que ese respeto mutuo de dos hombres que se disponen ya a pelear por una primicia merece ser una rara forma de la caballerosidad y de la hombría. Acaso sea cierto.

Una voz nueva

En los ambientes periodísticos se habla de una sola cosa: es el día siguiente al nacimiento de un diario. Todo -nuestras revistas, los proyectos que a menudo nos desvelan- por un segundo ha sido puesto entre paréntesis. Es el arribo de un hijo nuevo que todo lo posterga. Es el sonido fresco de una voz hasta ayer desconocida, una voz colectiva en la que resuenan los anhelos de decenas de personas. Leímos Crítica, el diario que reúne a algunas de las mejores plumas del país, con esa emoción renovada que despierta todo alumbramiento. Leímos también con escepticismo, y en algunos casos con alguna malicia: a veces, la generosidad es arrasada por la mezquindad o aun el cinismo. Pero lo que importa ahora no es ese número 1 ya viejo guardado en el cajón de los coleccionistas. Sólo un gran editor (y Crítica los tiene) puede observar ese manojo de textos desmañados, fotos imperfectas y desgajos de diseño, y percibir en esos despojos una voz periodística nueva. Sólo un gran editor puede jugar ese ajedrez invisible a los ojos de un hombre cualquiera, y entrever un estilo donde hoy apenas se vislumbran los trazos titubeantes de una nueva califrafía. Raro es el oficio de editor: una mirada personal sobre el mundo que nos rodea, una interpretación de los hechos, una voz narrativa única. Somos los primeros cronistas, los primeros en convertir la historia en relato, los primeros en trazar la huella de una época. Somos memoria, y mañana ya –curioso- somos olvido.