jueves, 4 de septiembre de 2008

Pequeña pausa

El azar, como tantas veces, me ha llevado a inaugurar un blog de ficción que me obliga a hacer una pausa en esta correspondencia que tanto he disfrutado. Pero nunca se sabe. Quienes tengan ganas pueden espiar el nuevo diario en http://www.conexionbrando.com/weblogs/que-me-perdonen-las-feas/index.asp
alojado en el sitio de la revista masculina Brando. El título, Que me perdonen las feas, es algo irritante y ligeramente misógino de modo deliberado. Todo es un juego, una broma, aunque quienes hayan seguido de cerca las anotaciones de este Diario encontrarán más de un rasgo autobiográfico. Por tratarse de una ficción, y para hacer más amigable la lectura, he elegido un nombre apócrifo, Alejo, para narrar las desventuras de un publicista de 39 años que comienza su historia la misma noche en que se separa tras 19 años de matrimonio. Lo demás está por verse. Sólo les pido, y agradezco desde ya, vuestra complicidad para preservarme en las sombras como feliz prestidigitador de esta fábula. Y a todos quienes anduvieron con tanta fidelidad por aquí, un enorme agradecimiento. El aliento de esos comentarios me dieron un impulso extra para atreverme a reiniciar el juego. Un gran abrazo.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Canciones para bodas y funerales

Es la música de Goran Bregovic la que me trae este recuerdo. Es la hondura de su lamento funerario y el estrépito de su vehemencia gitana lo que me devuelve a una mañana de sábado de algún invierno lejano. Hay un hombre doliente junto al foso de tierra fresca donde otro hombre reposará para siempre. Milos. Es un hombre despidiendo a su padre en silencio, sin énfasis, con la misma austeridad y sencillez que selló una relación de cuarenta años. El silencio es hondo y también la tristeza, pero no hay gravedad en los rostros, apenas la fatiga y el desconsuelo que provocan la agonía y las primeras señas de la despedida inminente. Percibo, sin embargo, una mansedumbre inesperada, casi un destello de la dicha, y pienso que ese sentimiento puede convocarlo el adiós a un hombre que no ha dejado casi sueños por cumplir y ha llevado una vida provechosa. Escucho de pronto un tintineo de copas, el crujir de los cristales irrumpiendo en la quietud del cementerio, el ruido seco de una botella que ha sido descorchada. Milos eleva su copa, se une en un brindis con sus familiares cercanos, murmura unas palabras que no alcanzo a escuchar pero sé que son de gratitud hacia el hombre que le dio vida y le enseñó los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes. Empina Milos su copa, la arroja sobre el féretro y todos lo siguen en un rito que desconozco, pero que supongo pertenece a la tradición montenegrina de la que tanto me ha hablado. Sobre un fondo de cristales rotos, él vendrá a develarnos la verdad con su humor negro y desproporcionado, que tantas veces ha querido mitigar el dolor y muchas otras nos ha hecho estallar en una carcajada: el rito es privado, entenderé después, celebra el final de una vida, la de su padre, que en ruedas de amigos ha sabido compartir los manjares de la cocina y los placeres de una charla embriagadora. "Era un viejo borrachín", dice Milos con humor furibundo. Me acerco a otro amigo y los dos invocamos el nombre de Emir Kusturica, sentimos que somos parte de una escena de su cine vigoroso y fantástico, de un lirismo desmesurado. Sólo la música de Goran Bregovic, que hemos conocido en esas películas delirantes, con su alegría y su atmósfera litúrgica, merecería ser escuchada en este instante. Me da placer estar aquí, acompañar a Milos en esta ceremonia secreta, sentirme extranjero y también sentirme parte de los suyos, saber que la amistad nos ha unido para siempre, tal vez hasta el instante en que alguno de los dos haga estallar una copa de vino tinto cuando la vida decida que ha llegado el momento de ver partir al buen amigo.
Es Goran Bregovic quien ahora ingresa en escena en el Teatro San Martín. Su orquesta lleva la huella de las tradiciones populares de los Balcanes, ejecuta música de bodas y funerales. En la agitación de las cuerdas y en la exaltación de la fanfarria gitana, en la emoción de una oración religiosa y en la provocación de una danza turca resuenan las sonoridades de un país devastado. Es un amigo quien acierta a decir que esa música hecha de restos, trágica a la vez que rebosante de vida, es la que merece este día: hace un momento ingresamos en la sala, unidos en un murmullo de asombro y pesadumbre, con los ojos heridos por las imágenes que la televisión nos trajo de una ciudad destrozada. Es el humor, antes que la música, lo que nos aleja de la congoja por lo sucedido y del temor y la incertidumbre que ahora más que siempre despierta el porvenir. Goran Bregovic anuncia una canción de taberna que en Sarajevo los hombres y las mujeres aprovechan para entregarse juntos a la bebida. Es una canción graciosa y sencilla, que cada tanto los intérpretes interrumpen para tomar un buen trago. Reímos con inocencia sintiéndonos por un instante niños, ajenos a las perversiones del mundo, como si ignoráramos que un país puede ser despedazado por las guerras y una ciudad hundida por la locura. Aventuro que esta música debe ser reparadora para quien quiera escucharla sin odios, imagino el regocijo de croatas, bosnios, macedonios y montenegrinos, todos parte de una geografía astillada cuyos secretos quise conocer y mi amigo ha procurado en vano desentrañar. Observo a Milos de soslayo, temeroso de incomodarlo en caso de sorprenderlo en uno de esos raptos de emoción que siempre ha contenido. Sonríe, seguramente plácido en el reencuentro con sus ancestros y su pasado, con los sonidos que lo acompañaron durante la infancia y de los que cuando éramos muy jóvenes él me ha dado las primeras noticias. No insinúa un gesto de euforia en medio de la platea que se deja seducir por la indomable música balcánica. Es la suya una celebración íntima, a solas con sus recuerdos, melancólica de aquello que ya no sucederá. Me toca un hombro cuando abandonamos la sala. Lo miro en busca de una pequeña señal mientras nos unimos en un abrazo, el de todos los días, y sin embargo tan distinto cuando como ahora se lleva en la memoria el dolor que trajo la muerte reciente de un ser querido. Nos despedimos pronto, con la promesa de encontrarnos a tomar un buen vino cualquiera de estos días, dispuestos a reírnos un poco de la vida y a compartir otra vez los secretos de la aventura, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante y desmedido de los Balcanes.
Publicado el 16 de septiembre de 2001 en La Nación.


lunes, 11 de agosto de 2008

Graciela

Cuando era adolescente husmeaba en librerías de viejo en busca de ejemplares que tuvieran dedicatorias personales y anotaciones en los márgenes. Eran piezas raras, porque rara vez nos desprendemos de un libro que nos ha sido dedicado con algún afecto. En esas líneas escritas a mano alzada encontraba la semilla de historias imaginarias alimentadas por mi curiosidad juvenil: eran siempre dos o tres líneas que develaban amores encendidos, amistades profundas o admiración. A veces se trataba apenas de un nombre, acaso de una fecha. Otras, las anotaciones junto al texto (discretas en algún caso, en otros abundantes al punto de conformar casi un libro aparte) daban pistas acerca del dueño original de ese volumen. En esas notas al pie o en las líneas subrayadas por el lector consta una mirada del mundo, y en cierto modo sirven como una hoja de ruta para leer esa historia. Yo mismo sostuve esa costumbre durante algunos años: estampar mi nombre en las páginas del comienzo como un modo de apropiarme de ese ejemplar para siempre, y dejar mis comentarios en los bordes superiores de la página, comentarios que muchas veces releo como un modo de recordar mis observaciones de otro tiempo y revisar mi propia biografía. Pensé en esta vieja costumbre una de estas tardes cuando una amiga recién separada me contó lo siguiente: una noche, cuando su marido estaba por abandonar la casa que habían compartido durante quince años, se despertó de madrugada, bajó al living en puntas de pie, buscó cuatro o cinco biromes diferentes y, en la soñolencia del falso insomnio, acometió la tarea de firmar aquellos libros que deseaba retener como si fuesen propios; puso su nombre en unos cuarenta ejemplares que hoy están en su vasta biblioteca. Ese mismo día una compañera de trabajo tenía un ejemplar de Vila Matas (París no se acaba nunca, un homenaje nada secreto a Hemingway) sobre su escritorio, y en los márgenes había anotaciones hechas con dos escrituras distintas: tanto ella como su marido habían dejado sus impresiones en distintos momentos de una novela que leyeron casi al unísono. Hace muchos años, durante la separación de mi primera mujer, una tarde nos sentamos los dos frente a libros y discos para dividir las aguas. La escena está entre las más conmovedoras que compartimos: durante horas, intentamos convencernos el uno al otro de que algunas de las piezas que guardábamos celosamente (los discos de Caetano Veloso, los Cuartetos de Brahms, los libros de Sartre y Camus plagados de anotaciones, entre tantísimos otros) debía quedárselas el otro, aun a sabiendas de que originalmente no le pertenecían. Lloramos como niños frente a la biblioteca blanquísima que ocupaba una pared entera de un departamento de Belgrano. Ese momento de amorosa generosidad selló para siempre nuestra relación. Cuando recorro los anaqueles de libros y discos, cada tanto ella reaparece en una melodía de Caetano. El tiempo no ha derrotado esas complicidades.


miércoles, 6 de agosto de 2008

Memorias

En el cuaderno que pasa de mano en mano, en el mediodía soleado, familiares y amigos dejan su recuerdo de la mujer que celebra sus 70 años. Son palabras cariñosas, que traen recuerdos entrañables de otros tiempos, y llama la atención la unanimidad de un sentimiento profundo: Alicia siempre fue como una hermana. Alicia es mi suegra: una mujer sencilla, de espíritu límpido, que acaso ha dedicado sus mejores años al cuidado de los demás más que a protegerse a sí misma. Desde hace algún tiempo pasa horas en una institución que socorre a personas desesperadas con impulsos suicidas, a las que escucha del otro lado de la línea con la esperanza de convencerlas de que necesitan ayuda profesional y de que la vida merece ser vivida. En el pequeño restaurante donde se celebra su cumpleaños, está radiante, jovencísima en sus 70 años, rodeada de sus afectos y de sus memorias. Una película, en la que se escuchan canciones de la tradición folklórica y las voces de Joan Manuel Serrat y Frank Sinatra, evoca algunos de los momentos más significativos de su vida: escenas infantiles en compañía de sus padres ya muertos, momentos de juego junto a sus hermanos, fiestas compartidas con amigos que lo serán de toda la vida (en la imagen borrosa de los años 60 se los ve exultantes y compinches, no saben aún que compartirán la dicha de la amistad durante casi cincuenta años), instantáneas de los juegos con sus hijos. Observo esos recuerdos y las miradas atónitas y felices de quienes asisten a esa evocación interrumpida por vítores y aplausos ante la aparición de cada rostro conocido, y de pronto siento un afecto inesperado por todos ellos, personas desconocidas en su mayoría, ajenas a mi vida, extranjeras de mis intereses, a las que no obstante siento que me une una red de hilos invisibles. En casa, ya tarde, busco Sefarad, una novela de Antonio Muñoz Molina en la que mi memoria vaga hurga una escena fabulosa: es el momento en que el protagonista llega al pueblo donde vive la familia de su esposa para asistir al funeral de la madre muerta. Es una escena lúgubre, tan distinta en su tono de las celebraciones y los cantos de nuestro mediodía, pero me ayuda a entender el afecto súbito que experimenté por esos seres desconocidos. “Escucho nombres, doy besos, estrecho manos, intercambio palabras en voz baja, soy el desconocido al que ellos aceptan como uno de los suyos porque vengo contigo, y al formar parte de tu vida también pertenezco a este lugar, a la fatigada pesadumbre de quienes llevan muchas noches velando a una enferma a su luto anticipado por ella… Haber venido aquí contigo me une a ti de una manera nueva, no solo a la identidad aislada de la mujer adulta a quien conocí hace no tantos años sino a todo el tiempo de tu vida y a las caras y a los lugares de tu infancia, y también a tus muertos, , para los que esta casa a la que acabamos de llegar es como un santuario: hay una foto grande de tu madre, y otra de tus abuelos maternos, remotos y solemnes como en un relieve funerario etrusco, y sobre el anticuado televisor que probablemente es el mismo en el que veías de niña los dibujos animados está la cara sonriente de tu prima en una foto en color… Me gusta ser aquí unicamente tu sombra, quien ha venido contigo: mi marido, dices, presentándome, y yo cobro conciencia del valor de esa palabra que es mi salvoconducto en esta casa, entre esas personas que te conocieron y te dieron su afecto mucho antes de que yo te encontrara, y al ver el modo en que ellas te tratan , la familiaridad que establecen enseguida contigo a pesar del tiempo que ha pasado desde la última vez que viniste, mi amor por ti se ensancha para abarcar esa amplitud de tu experiencia, de tus vínculos de ternura y recuerdo, conexiones capilares que también me aluden y me nutren a mí, me agregan ese pasado tuyo que hasta ahora no me pertenecía”.

jueves, 31 de julio de 2008

Amistad (II)

Hace unas horas compartí el almuerzo con Marcelo B., un compañero de trabajo que pertenece al departamento comercial: fue su último día en la compañía donde nos hemos visto a diario durante los últimos seis o siete años. No nos une una amistad, sino ese lazo de camaradería que hace de la oficina un lugar de encuentro con una carga emocional ligera y a la vez honda, y que de cuando en cuando se va enriqueciendo con conversaciones aparentemente banales que, sin embargo, terminan por estrechar ese vínculo hasta volverlo entrañable. Quise que se llevase de mí algo más que el recuerdo amable de tantas horas compartidas, y le regalé un libro que revisa la obra de Luis Buñuel, porque entre las cosas que compartimos aun antes de conocernos está el amor por el cine. Cierta mañana, hace ya algunos años, cuando le pregunté de dónde provenía esa pasión incondicional, me hizo saber que su padre era proyectorista de cine en una de las salas destinadas a que los cronistas vean películas con alguna anticipación. Podría haber sido el protagonista de Cinema Paradiso, me dijo con orgullo contenido. En su escritorio, detrás de montañas de papeles, asomaba un pequeño portarretratos en el que su padre aparecía junto a Marcelo Mastroiani durante una de sus visitas a Buenos Aires. Lo reconocí de inmediato: crecí como cronista cinematográfico en la penumbra de una pequeña sala de no más de treinta butacas cuyo prestidigitador en las sombras era (y es aún) Damiano. El cariño que sentíamos todos por Damiano se debía a una personalidad campechana que lo volvía querible, pero también a que todos le debíamos el milagro del cine, es decir, el milagro de la ilusión, la posibilidad de ingresar en mundos nuevos e inalcanzables, ya fueran las galaxias insondables de Star Wars o el universo interior de personajes de Francois Truffaut o Michelangelo Antonioni. Durante todos estos años, la foto de Damiano y Mastroiani estuvo sobre esa mesa de trabajo como un faro de la memoria, y ese presagio hizo que para mí fuese natural que Marcelo y yo nos acercáramos el uno al otro mientras hablábamos de actores y directores que alimentaron nuestra imaginación de niños ávidos de aventuras. El cine italiano ocupó siempre un lugar central en esos recuerdos, y de a poco fuimos confiándonos inquietudes más personales sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Tenía (lo extraño ya: el lenguaje y el inconsciente son inapelables) un humor ligeramente ácido, y en reuniones laborales que reclamaban alguna severidad se divertía horrores dejando caer un comentario risueño que algunas veces me recordaba a Alberto Sordi, uno de sus héroes de juventud. Le entregué el libro de Buñuel haciéndole algún chiste que enmascarara la ternura del abrazo agradecido que me dio, conmovidos como estábamos los dos, inmovilizados por un pudor masculino invencible. Compré el libro imaginando que cada tanto se plantaría frente a la biblioteca de su hogar en busca de algo con qué distraerse, y que entonces tropezaría con esa portada y la evocación de tantos años compartidos. “No se me ocurrió nada mejor para que me recuerdes todos los días”, le dije con un tono engañosamente liviano. Durante una hora me habló de sus sensaciones encontradas cuando, a los cuarenta y tantos años, está por inaugurar una etapa nueva de su vida. No lo interrumpí, y al final sólo le pregunté si su esposa lo había cobijado anoche, su última noche antes de dejarnos para siempre. Me dijo que su mujer era maravillosa, y pensé que entonces la vuelta a casa iba a ser más sencilla en medio de afectos tan profundos e incondicionales: no hay desdichas que el amor de una mujer no pueda vencer.

miércoles, 23 de julio de 2008

Amistad

El domingo celebramos en casa el día del amigo. La celebración consistió en la repetición de un rito más o menos frecuente, sólo que esta vez levantamos las copas con alguna ligera formalidad (estamos grandes) para sellar el afecto que nos une. No fue ninguno de mis amigos, por la sencilla razón de que he ido perdiendo esas amistades en el curso de los años por razones que nunca comprendo del todo. He tenido amigos entrañables, he llorado en sus hombros distintas formas de la desdicha, les he confiado a ellos mis sentimientos más perversos, hemos viajado juntos y hemos compartido un ambiente miserable cuando alguno de nosotros terminó de patitas en la calle después de una separación (un ambiente cargado de whiskey, humo de cigarro y un dolor lacerante después del abandono). Y sin embargo en todos los casos el tiempo se encargó de distanciarnos. Mis padres (una curiosidad freudiana) no tuvieron amigos. Mi madre vivió durante toda su vida sospechando de los demás, estableciendo distancias, sin poder entregarse jamás a una amiga con ese abandono dulzón que –lo sabemos– no entraña riesgos. En el velatorio de mi padre no hubo nadie que hubiera disfrutado de su amistad, apenas un par de compañeros de trabajo con quienes compartió esos diálogos amables y leves que hacen a la camaradería, pero carecen de hondura y complicidad. He pensado mucho, aunque sin suerte, en los porqué de estas amistades fugaces que a veces duran años, pero luego irremediablemente se diluyen en el olvido. Mantengo con casi todos ellos algún contacto ocasional. El domingo le envié un mensaje de texto a mi amigo Rubén, con quien compartí un buen rato de la vida hace algunos años, un tiempo de grandes ocios en que hicimos juntos una revista en aquellos ratos libres que nos dejaban el tenis, los interminables almuerzos al sol en las terrazas de Buenos Aires, la charla cotidiana sobre nimiedades y eventuales devaneos filosóficos. Eran sólo dos líneas: Feliz día, por los buenos viejos tiempos y por los días por venir. Su respuesta es un guiño a una pasión compartida por lo brasileño: Irmao, saudade nao ten fin. Um abraco. Creí leer en esa entrelínea (en ese pudor masculino, en ese recato de los sentimientos) una esperanza parecida a la mía: la esperanza de que algún día nos reencontremos para abandonarnos a una conversación que no debió acallarse nunca, y que acaso jamás se haya interrumpido, si es cierto que la amistad –como lo quería Aristóteles– está hecha de un alma que vive en dos cuerpos. Ni siquiera el tiempo es capaz de destruir esas lealtades.

lunes, 21 de julio de 2008

Sexo

Cuando piensa en el sexo, piensa en ella. En esos ojos, esos pechos, esa lengua, esa acogida. ¿Qué otra mujer podría amarle con tanta complicidad, con tanta calidez y humor burlón, o acumular con él un pasado tan denso? En toda una vida no sería posible encontrar a otra con quien aprender a ser tan libre, a quien complacer con tanto abandono y pericia. Por algún accidente del carácter, la familiaridad le excita más que la novedad sexual.
Ian McEwan, Sábado