martes, 26 de febrero de 2008

Eternautas

El hombre que tengo ante mí es el número 1 en una empresa de comunicaciones. Todos los días toma decisiones financieras, inclinado sobre el mapa estratégico de la compañía, maneja un cuerpo de gerentes a los que brinda coaching en el área de management, indica el camino a una organización de casi doscientas personas. Es un hombre faro: sus ideas iluminan, infunde liderazgo en los demás. Cada tanto nos reunimos para compartir impresiones sobre el mercado de medios, pero algo nos desvía hacia temas de alguna intimidad, una curiosidad en la conversación masculina. El hombre que tengo ante mí (cuarenta años, una familia consolidada, una situación económica firme y una rara consistencia cultural entre sus pares) tiene un padre itinerante que vive en el extranjero. Ha sido un padre algo autoritario y distante, me dice. No hago preguntas. Quizá esté a punto de develarme (y acaso de develarse a sí mismo) un pequeño misterio. Hace algunas semanas, sonó el teléfono en la casa de Manzanares donde vive. Levantó el tubo, escuchó la voz firme de su padre, la voz de siempre aunque ajada por la fatiga de los años. Hablaron de cosas tribiales, naderías. De pronto, la voz al otro lado del teléfono cobró la sonoridad entrañable y quebradiza de la melancolía: “A veces me pregunto qué anda pensando esa cabecita loca”. El hombre que tengo ante mí repite la frase, una risita contenida en la comisura de los labios, y me gana una emoción extraña. La palabra de su padre lo ha devuelto a la infancia: para el anciano que hace cuatro décadas le dio la vida sigue siendo el muchachito a quien debe guiar y proteger de las hostilidades del mundo. “Decidí entonces hacerle saber en qué estuve pensando en estos últimos años. Le envié dos listas con los libros y los discos que me conmovieron, que dejaron una huella en mí.” Lo cuenta con la misma ligereza con que su padre le hizo saber que añoraba estar más cerca de él: un padre preocupado por su hijo, que desea conocer algo de su destino y ponerlo a resguardo de cualquier daño. No sabe, no puede saberlo, que el suyo es un gesto amoroso de rara dimensión poética. Ni sus minuciosas lecturas del Dante ni la curiosidad que lo ha llevado de la gran tradición helenista a los pensadores del siglo xx (el hombre que tengo ante mí forjó su visión del mundo en una vasta cultura humanista aprendida en los mejores colegios de Roma, San Pablo y Buenos Aires) lo eximen de ser, cuando se enfrenta a sí mismo, un hombre pequeño: no es la grandeza lo que vemos al mirar en el fondo de un espejo, sino las grietas minúsculas que nos vuelven débiles, vulnerables, humanos. Cuando nuestros hijos son niños, el enigma es más fácil de descifrar. En las conversaciones que mantenemos con ellos, creemos poder escuchar la música que suena en sus almas. Miro a mi hijo de 10 años, en la penumbra del cuarto, la lámpara del velador iluminándole un mundo nuevo: esta noche de eclipse de luna le he regalado El eternauta, la novela gráfica de Oesterheld que compré hace varios meses aguardando este momento: un amplio ventanal se abre a un cielo infinito donde el candor infantil descubre planetas lejanos e inexplorados. Mi hijo lee con devoción, y cuando cierra el libro lo guarda en el estante más cercano a su corazón: después de alisar la portada, lo deja junto a su colección de Los Simpson y Star Wars. En el parpadeo en que lo despido con un beso en la mejilla húmeda, entreveo a Juan Salvo, Bart y Luke Skywalker, sus héroes en las noches de ensueño que fatiga su imaginación. Apoyo la cabeza en su pecho, como lo hacían los médicos de antaño, y escucho las voces de esos héroes que agitan la pequeña rebelión que comienza a gestarse en su cabecita loca de niño ya crecido, orgulloso y conmovido al sentir la ansiada cercanía de la adolescencia. “Chau, pá”, me aleja dándose vuelta, es suficiente ya. Entonces vislumbro el momento de la partida, cuando abrazar a su padre le produzca rubor o no tenga siquiera ese impulso de la infancia, o cuando simplemente la vida nos aleje de modo inevitable, y quiera yo preguntarle que sueños y pesares andan dando vuelta por su cabecita loca.

6 comentarios:

Paula Carri dijo...

Qué bello post. Mi hijo de 13 años, hace un par que conoció "El Eternauta". Fue grande mi sorpresa cuando, este verano, al seleccionar un libro para llevar en las vacaciones, eligió "Oesterheld en primera persona". Su abuelo conoció a Oesterheld y estuvieron secuestrados juntos. Mi hijo no conoció a su abuelo. Pero "El Eternauta" sobrevive a todos. Aunque él, también, se haya quedado sin padre.

Unknown dijo...

Coincido con Paula: es hermoso este post. Me conmovió. No creo que este hombre no sepa ni pueda saber que "el suyo es un gesto amoroso de rara dimensión poética". Me gusta pensar que él lo sabe en el fondo de su cabecita loca. O de su corazoncito. Pero no quiero manchar la impecable escritura de este post amontonándole encima un montón de palabras cursis.

Laura Pintos dijo...

Qué lindo post!!! Acá me quedo, leyéndote.

Matías Sapegno dijo...

http://pobresideas.blogspot.com/2008/03/recomiendo.html

__ dijo...

Uno de los grandes valores de Eternautas es que puede convivir en la estantería con Star Wars o con Spiderman, tuteandoles y con la dignidad de sus 50 años de vida.

Su otro gran valor es el humanismo que derrocha y ahí sigue ganando.

Me gustó mucho el Post y bucearé por el resto de la bitácora.

Saludos desde Madrid, Ignacio

Cruz dijo...

Simplemente me commovió el post.
Llegué en un link por "El Eternauta" que es mi libro preferido.
Saludos.