viernes, 29 de febrero de 2008

Pequeños lectores

He recibido unos cuantos libros esta tarde. Sucede a menudo en mi profesión. Uno de mis mayores placeres es llevar libros a casa. No leerlos, no siempre, sino depositarlo en algún rincón sobre las pilas de otros libros que, irremediablemente, a falta de más bibliotecas, van elevándose en cada cuarto de la casa e interrumpen el paso. Lo que me entusiasma no es la posibilidad de leerlos algún día (es al revés: me angustia la certeza de que jamás podré hincarles el diente a todos),sino saber que en el futuro mis hijos encontrarán en esas historias ventanas a mundos nuevos, alimento para su imaginación. Siempre me emociona verlos leer, asomarse a otras vidas, observarlos cuando espadean furibundos para conquistar castillos medievales o cuando intentan seducir a una princesa montados en su caballo blanco o cuando se trepan en buques piratas dándose a la mar en busca a aventura. En esos momentos de rara intimidad, cuando leen amodorrados en un sillón o en el calor de sus camas, indiferentes a los ruidos o aun al llmado de sus padres, sordamente entregados a la ilusión del relato, siento que se vuelven un poco más libres. Suelo contarles alguna historia a mis hijos antes de que se duerman, casi siempre la misma, con variaciones sólo percibidas por ese agudísimo oído infantil que detecta, aun en la soñolencia de la medianoche, los desvíos más imperceptibles de un relato que debe ser necesariamente el mismo. "No, pá, son gnomos, no enanos", me corrigen, sobresaltados por un matiz nuevo que para ellos parece cambiar el sentido de la historia, porque los niños siempre precisan que los hechos vuelvan a ser los mismos, y los mismos los rostros y los nombres de los personajes, y las mismas las palabras que evocan esas historias: en el fondo, la lectura es un refugio, un lugar inmutable en el que estamos a resguardo de todo. Es también un lugar de maravilla, una ensoñación, y es por eso que a menudo los niños lectores terminan prefiriendo las aventuras de los libros a los juegos o las conversaciones que comparten con sus amigos. Es esa fascinación la que, como lo dice por ahí Alberto Manguel, hace que no leamos los libros de un tirón, sino que nos demoremos en ellos, los habitemos, nos quedemos prendidos entre sus líneas, atrapados en esa ambiguedad que nos mueve a leerlos en apenas una noche, deseosos de conocer el desenlace de la historia para entonces ingresar en mundos nuevos, pero también a preservar el enigma, volviendo dos o tres páginas atrás para recobrar una imagen o un diálogo perdidos, dispuestos a quedarnos en ese espacio de juego -a guarecernos en la infancia- para siempre.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Queremos tanto a Woody

En la mesa de trabajo de Brando se discute la portada de marzo. Lo mismo sucede en la de Cinemanía. Dos revistas tan distintas –la primera dirigida a un público masculino algo sofisticado, la segunda el reino del gossip de alfombra roja– han posado su mirada sobre el hombrecito de gafas con aire de cómic que desde hace más de tres décadas nos proporciona una buena dosis de felicidad. En ambas, Woody nos observa con ojos desencantados, esa mirada de invencible escepticismo que todo lo observa con sarcasmo: los interrogantes del mundo de la fe, los dilemas existenciales, el miedo a la muerte, la vida amorosa y la pulsión sexual. En la usina de Cinemanía, pregunto por qué Allen esta vez. "Es el primer director que aparece en la portada de la revista", me dice Lorena Blázquez, su directora. Dice también, con algún dolor, que hace algún tiempo empezó a buscar personajes que quebraran la idea de que Cinemanía es una revista superflua, puro chisme y entretenimiento, aunque sabemos que ese género editorial tiene versiones ejemplares como Empire y Premiere. Allen ilustra la portada de Brando por la misma razón que acaso hayan esgrimido los editores del número inaugural de la edición española de Esquire: la seducción invencible que ejerce su inteligencia. Está de regreso, además, con dos films que estrenará en abril y mayo (Cassandra's Dream y Vicky Cristina Barcelona), aunque su obra es tan perdurable que podría ocupar una portada en el momento menos pensado. Después de todo, también fue motivo de tapa cuando se metió en problemas con Mia Farrow enamorándose de la hija adoptiva de ambos, Soon-Yi, escandalete que mereció un malicioso comentario de David Letterman: "Pocos placeres tan grandes como el de tener a tu ex novia de suegra".

martes, 26 de febrero de 2008

Eternautas

El hombre que tengo ante mí es el número 1 en una empresa de comunicaciones. Todos los días toma decisiones financieras, inclinado sobre el mapa estratégico de la compañía, maneja un cuerpo de gerentes a los que brinda coaching en el área de management, indica el camino a una organización de casi doscientas personas. Es un hombre faro: sus ideas iluminan, infunde liderazgo en los demás. Cada tanto nos reunimos para compartir impresiones sobre el mercado de medios, pero algo nos desvía hacia temas de alguna intimidad, una curiosidad en la conversación masculina. El hombre que tengo ante mí (cuarenta años, una familia consolidada, una situación económica firme y una rara consistencia cultural entre sus pares) tiene un padre itinerante que vive en el extranjero. Ha sido un padre algo autoritario y distante, me dice. No hago preguntas. Quizá esté a punto de develarme (y acaso de develarse a sí mismo) un pequeño misterio. Hace algunas semanas, sonó el teléfono en la casa de Manzanares donde vive. Levantó el tubo, escuchó la voz firme de su padre, la voz de siempre aunque ajada por la fatiga de los años. Hablaron de cosas tribiales, naderías. De pronto, la voz al otro lado del teléfono cobró la sonoridad entrañable y quebradiza de la melancolía: “A veces me pregunto qué anda pensando esa cabecita loca”. El hombre que tengo ante mí repite la frase, una risita contenida en la comisura de los labios, y me gana una emoción extraña. La palabra de su padre lo ha devuelto a la infancia: para el anciano que hace cuatro décadas le dio la vida sigue siendo el muchachito a quien debe guiar y proteger de las hostilidades del mundo. “Decidí entonces hacerle saber en qué estuve pensando en estos últimos años. Le envié dos listas con los libros y los discos que me conmovieron, que dejaron una huella en mí.” Lo cuenta con la misma ligereza con que su padre le hizo saber que añoraba estar más cerca de él: un padre preocupado por su hijo, que desea conocer algo de su destino y ponerlo a resguardo de cualquier daño. No sabe, no puede saberlo, que el suyo es un gesto amoroso de rara dimensión poética. Ni sus minuciosas lecturas del Dante ni la curiosidad que lo ha llevado de la gran tradición helenista a los pensadores del siglo xx (el hombre que tengo ante mí forjó su visión del mundo en una vasta cultura humanista aprendida en los mejores colegios de Roma, San Pablo y Buenos Aires) lo eximen de ser, cuando se enfrenta a sí mismo, un hombre pequeño: no es la grandeza lo que vemos al mirar en el fondo de un espejo, sino las grietas minúsculas que nos vuelven débiles, vulnerables, humanos. Cuando nuestros hijos son niños, el enigma es más fácil de descifrar. En las conversaciones que mantenemos con ellos, creemos poder escuchar la música que suena en sus almas. Miro a mi hijo de 10 años, en la penumbra del cuarto, la lámpara del velador iluminándole un mundo nuevo: esta noche de eclipse de luna le he regalado El eternauta, la novela gráfica de Oesterheld que compré hace varios meses aguardando este momento: un amplio ventanal se abre a un cielo infinito donde el candor infantil descubre planetas lejanos e inexplorados. Mi hijo lee con devoción, y cuando cierra el libro lo guarda en el estante más cercano a su corazón: después de alisar la portada, lo deja junto a su colección de Los Simpson y Star Wars. En el parpadeo en que lo despido con un beso en la mejilla húmeda, entreveo a Juan Salvo, Bart y Luke Skywalker, sus héroes en las noches de ensueño que fatiga su imaginación. Apoyo la cabeza en su pecho, como lo hacían los médicos de antaño, y escucho las voces de esos héroes que agitan la pequeña rebelión que comienza a gestarse en su cabecita loca de niño ya crecido, orgulloso y conmovido al sentir la ansiada cercanía de la adolescencia. “Chau, pá”, me aleja dándose vuelta, es suficiente ya. Entonces vislumbro el momento de la partida, cuando abrazar a su padre le produzca rubor o no tenga siquiera ese impulso de la infancia, o cuando simplemente la vida nos aleje de modo inevitable, y quiera yo preguntarle que sueños y pesares andan dando vuelta por su cabecita loca.

sábado, 23 de febrero de 2008

Tendidos en el diván

Esta tarde he visto la nueva portada de Rolling Stone (un Pity doliente que, ya lo verán, levantará polémica entre los círculos más conservadores como lo han hecho ya el embarazo apócrifo de un travesti o la virgencita trash de una vedette de mala muerte, todas provocaciones del fantástico artefacto pop que es Rolling Stone) y una pequeña muchedumbre reunida en el departamento de arte para evaluar si la imagen estilizada del músico envuelto en una serpiente era mejor que la de su crucifixión. Esta misma tarde he escuchado conclusiones en el laboratorio donde se ensaya la nueva revista femenina de La Nación, una experiencia que lleva meses de movimientos tentativos. He conversado, también, con el hombre a quien confié la dirección de Rolling Stone después de casi 100 números, Ernesto Martelli, quien desde hace varias semanas trabaja sobre el rediseño del sitio web de esa publicación. A última hora, cuando la sala de noticias es ya penumbra, por el ventanuco que me separa de la redacción entreveo a Iván Adaime apurando el primer posteo del sitio inminente. Esta tarde ha valido la pena. Mientras escribo, suena primero el piano melancólico de Brad Meldhau y, luego, la voz de Bob Dylan, una voz nasal, ligeramente áspera y algo desganada: la voz de un poeta que escrudiña el mundo que lo rodea y trae el eco provocador de los beatniks, el ansia de libertad de los defensores de los derechos civiles, los furores incendiarios del rock. Una revolución sin sangre, como escribió Allen Ginsberg. Esta tarde el oficio ha cobrado sentido nuevamente, se ha renovado la curiosidad por el mundo. Hacia la mitad del día le he preguntado a un colega, Hernán Ferreirós, cuál es el mayor desafío de inaugurar un blog personal. "Sostenerlo en el tiempo", me ha dicho. "Es como ir al analista: al comienzo uno siente fascinación, se compromete, no falta nunca. Después comienza a aburrirse, cree que no tiene ya demasiado sentido y lo abandona." Aquí estamos, inmigrantes digitales, tendidos por primera vez en el diván.